Por Patricia Quintero y Sergio Marcano.
En la mañana Virginia (23) una joven morena, delgada, se despertó en una habitación sin ventanas y de paredes blancas.
Un lugar desconocido, iluminado por la luz fría de un bombillo de tungsteno.
Estaba aturdida.
Completamente medicada.
¿Por qué estaba allí?
¿Cómo había llegado a este lugar?
A pesar de recién despertar se sentía extenuada.
De pronto notó un dolor punzante en el brazo derecho y al mirarlo descubrió las laceraciones de un par de inyecciones que no recordaba haber recibido.
De pronto notó un dolor punzante en el brazo derecho y al mirarlo descubrió las laceraciones de un par de inyecciones que no recordaba haber recibido.
Entonces escuchó una voz femenina.
- Te despertaste… ¿Estás bien?
Sobresaltada Virginia miró a la izquierda y descubrió que había una cama al lado de la suya; en ella estaba recostada Elisa (27), muy blanca y de cabellos rubios, que la miraba con una mezcla de preocupación y curiosidad.
- ¿Dónde estamos….?
Elisa resopló con cierta amargura.
- ¿No sabes?
- No…
Las dos mujeres se miraron a los ojos por unos segundos.
- En el loquetero…
A Virginia se le ensombreció el rostro.
- ¿Ésta es tu primera vez?
Virginia no tenía ánimos de hablar. Pero aún así le contestó.
- No…
- Pero… ¿Tienes diagnóstico?
A la defensiva.
- ¿Qué importa?
Elisa, diagnosticada con Bipolaridad, y que para ese momento llevaba ya 10 días allí, se recostó contra la pared decepcionada por la actitud defensiva de su nueva compañera de habitación.
- ¿A mí? A mí no me importa nada, pero de algo hay que hablar para pasar el tiempo…
Virginia, miró a la mujer tratando de leerla y su mirada directa no le despertó ningún tipo de desconfianza. Entonces, a pesar de la medicación, le habló con en esa mezcla de ironía y humor negro que siempre la había caracterizado desde la adolescencia.
- Son tantos diagnósticos que no sé si los recuerdo todos… Fobia a la autoridad, Desnaturalización del nexo filial…
Hace una pausa.
- ¿Hay agua en este lugar?
Diligente e interesada en lo que escuchaba, Elisa se levantó rápidamente, tomó una jarra de una pequeña mesa cercana, sirvió un vaso con agua y se lo acercó a Virginia.
Virginia se sentó en la cama y tomó el agua ávidamente saciando la sed de la larga noche.
Tomó un poco de aire, expiró y continuó una vez más.
- Heterosexualidad desestructurada… Tendencia al lesbianismo…
Elisa la miraba con los ojos muy abiertos.
En ese momento una enfermera (50) de aspecto cansado entró a la habitación llevando una pequeña bandeja entre las manos.
- Buen día señoras… Aquí les traigo la medicación y su desayuno.
Les acercó dos vasos pequeños llenos de diferentes mezclas de ansiolíticos, antipsicóticos y antidepresivos, dos más grandes llenos con agua y dos platos con dos sándwiches de pan cuadrado con jamón y queso amarillo.
La enfermera se fijó con particular atención en que ambas mujeres se tomaran todas las pastillas. Al salir de la habitación, dejó abierta la puerta tras de sí.
Elisa, hiperactiva, inmediatamente se levantó de la cama.
- ¿Comemos allá afuera?
Virginia negó con la cabeza.
- No tengo ganas de comer nada…
- Y ¿No quieres fumarte un cigarrillo?
- Si, pero dame chace… Más tarde.
Virginia volvió a recostarse.
Un poco decepcionada Elisa se metió una caja de cigarros en el bolsillo, tomo el plato con su sándwich y salió de la habitación.
Virginia se acurrucó entre las sabanas.
Entonces los recuerdos de la noche anterior se agolparon en su mente.
Frases sueltas de las cosas terribles que le dijo su hermano, una cachetada de su madre, la espantosa fuerza que usaron los dos bomberos para controlarla cuando ella finalmente reaccionó y comenzó a romperlo todo en el apartamento, las inyecciones que le pusieron en el brazo, la cara de los vecinos sorprendidos por su comportamiento.
Un par de lágrimas rodaron por su mejilla.
Sentía tanta vergüenza.
Se sentía tan impotente.
Se colocó la almohada por sobre la cabeza y comenzó a llorar con fuerza lamentando su mala suerte.
¿Por qué era tan difícil entender que le gustaban las mujeres? ¿Quién coño había decidido que ése era un comportamiento anti natural?
Sintió un dolor profundo en el pecho.
Unas ganas terribles de morirse.
Si tan sólo pudiese desaparecer.
Vencida, se dejó llevar por la medicación, por el cansancio y sin más, se quedó dormida.
Antes de mediodía, un enfermero moreno (33), que estaba de turno desde la noche anterior, con manos pesadas por el cansancio, tomó con firmeza el brazo de Virginia, le pasó un algodón lleno de alcohol y mecánicamente, sin conmiseración alguna, le clavó una inyectadora llena con un líquido denso y pesado.
Virginia se despertó sorprendida.
- ¿Qué haces?
El enfermero, que conocía el historial de Virginia, la miró con una mezcla de homofobia y desprecio; y para hacerle sentir dolor, levantó la aguja enterrada en el brazo hasta casi rasgarle la piel.
Virginia respiró profundo y miró a los ojos del enfermero sin darle el gusto de reflejar el dolor en su rostro o lamentarse.
Tenía claro que después de la tormentosa escena de su llegada seguramente todo el personal medico estaría alerta y en su contra, así que más le valía estar tranquila para evitar más problemas.
El hombre terminó de inyectarla y abandonó la habitación.
Adolorida Virginia puso su mano sobre la herida en el brazo y con el pedazo de algodón que le había dejado el enfermero contuvo las gotas gruesas de sangre que brotaban de manera profusa.
En ese momento tuvo claro en su mente que no estaba arrepentida de nada de lo sucedido la noche anterior.
Todo lo contrario.
Ni el encierro, ni la medicación la iban a volver heterosexual.
Ni mucho menos le haría casarse con el hijo de Enrique Serrano.
Esto no era una telenovela.
Virginia miró el sándwich en la mesa de noche y aunque no tenia apetito, se obligó a comer las lonjas de jamón y de queso para tener algo en el estómago.
El medicamento que le inyectaron en el brazo le hizo quedarse dormida rápidamente.
A media tarde comenzó a escucharse una música que provenía de la calle.
Virginia se despertó drogada y con el raciocinio disperso.
Se levantó de la cama y un mareo repentino le hizo recostarse contra una pared cercana, respiró una y otra vez por un momento y con pasos cortos retomó la salida de la habitación.
Desde afuera, vio un gran ventanal al final de un largo pasillo y se dirigió hacia allá.
A mitad de camino, a través de una puerta de rejas, Virginia vio a un grupo de hombres y muchachos recluidos en un espacio amplio que parecía más un centro penitenciario que uno psiquiátrico.
Uno de los hombres al verla se acercó rápidamente a la reja y le pidió un cigarrillo.
Virginia se apartó de él asustada, evitando que la agarrase sólo por unos centímetros.
Un segundo hombre se acercó también a pedirle un chicle y otro un caramelo.
Pero Virginia no tenía nada que dar a aquellos infortunados y continúo caminando sin prestarles atención.
Detrás de ella el grupo de brazos y de voces no dejaban de multiplicarse. Implorando cualquier cosa que hiciera más transitable aquel encierro insoportable
Unos metros más allá Virginia se encontró con otros 8 pacientes, sentados cómodamente mirando Pinocho en un televisor pantalla plana.
En ese momento el insecto se erguía como la conciencia externa del niño de palo.
Preocupada por la música, que cada vez era más fuerte, una enfermera sudorosa y con algo de sobrepeso, se acercó al grupo de pacientes y les explicó con palabras enfáticas, pero calmadas; que una marcha del Gobierno estaba pasando por la calle frente a la institución en ese momento; y con un control remoto, puso un canal del Estado para que vieran las imágenes de la manifestación.
Los pacientes observaron con curiosidad el revuelo desde sus sillas.
Una paciente diagnosticada como maníaco depresiva (55), con marcado acento argentino, contestó inmediatamente la declaración de un joven que, desde la televisión, con ímpetu revolucionario, llamaba "apátridas" a los séquitos de la oposición.
- ¡Fanático, mal parido! ¡Como si no hubiesen quebrado este país! Como si no hubiesen habido mil revoluciones fracasadas antes que la de ustedes en toda Latinoamérica…
Ese comentario punzante caldeo rápidamente los ánimos en la sala, e inmediatamente, otra paciente diagnosticada con ansiedad crónica (38), una mujer corpulenta, de cabellos pintados de color rojo intenso, la increpó.
- Cállate la boca vieja becerra… ¡Extranjera tenías que ser! A tí no te duele esta patria… ¡Si ni siquiera naciste aquí!
La argentina le respondió rápidamente. Con un aire de desdén y de soberbia.
- Mira mijita. Yo soy más venezolana que tú, que naciste aquí por accidente… ¡Yo escogí ser venezolana!
La enfermera rápidamente intervino y les recordó a las mujeres que ése no era un lugar para la confrontación sino para la sanación y la recuperación.
Ambas pacientes guardaron silencio por unos segundos.
De pronto, la mujer corpulenta se levantó de la silla y comenzó a bailar al ritmo de la música en medio del lugar.
Riendo con fuerza desde la base de su estómago.
Otra paciente, diagnosticada con esquizofrenia, comenzó a reír y aplaudir los pasos de baile al ritmo de la música.
Una mujer con alzhéimer aplaudió también sin entender por qué.
- Chávez no se va. ¡Chávez no se va!
Arengó un hombre, diagnosticado con trastorno obsesivo compulsivo.
La argentina, consumida por la ira, miraba de reojo al pequeño grupo, apretando los puños y mordiéndose los labios con fuerza para mantener la cordura y no comenzar a gritar como una loca.
Virginia, ya en el ventanal, miró a los marchistas en la calle con desprecio.
Un hombre moreno, con un spray de pintura roja, escribió con letras grandes en una pared blanca:
- Te despertaste… ¿Estás bien?
Sobresaltada Virginia miró a la izquierda y descubrió que había una cama al lado de la suya; en ella estaba recostada Elisa (27), muy blanca y de cabellos rubios, que la miraba con una mezcla de preocupación y curiosidad.
- ¿Dónde estamos….?
Elisa resopló con cierta amargura.
- ¿No sabes?
- No…
Las dos mujeres se miraron a los ojos por unos segundos.
- En el loquetero…
A Virginia se le ensombreció el rostro.
- ¿Ésta es tu primera vez?
Virginia no tenía ánimos de hablar. Pero aún así le contestó.
- No…
- Pero… ¿Tienes diagnóstico?
A la defensiva.
- ¿Qué importa?
Elisa, diagnosticada con Bipolaridad, y que para ese momento llevaba ya 10 días allí, se recostó contra la pared decepcionada por la actitud defensiva de su nueva compañera de habitación.
- ¿A mí? A mí no me importa nada, pero de algo hay que hablar para pasar el tiempo…
Virginia, miró a la mujer tratando de leerla y su mirada directa no le despertó ningún tipo de desconfianza. Entonces, a pesar de la medicación, le habló con en esa mezcla de ironía y humor negro que siempre la había caracterizado desde la adolescencia.
- Son tantos diagnósticos que no sé si los recuerdo todos… Fobia a la autoridad, Desnaturalización del nexo filial…
Hace una pausa.
- ¿Hay agua en este lugar?
Diligente e interesada en lo que escuchaba, Elisa se levantó rápidamente, tomó una jarra de una pequeña mesa cercana, sirvió un vaso con agua y se lo acercó a Virginia.
Virginia se sentó en la cama y tomó el agua ávidamente saciando la sed de la larga noche.
Tomó un poco de aire, expiró y continuó una vez más.
- Heterosexualidad desestructurada… Tendencia al lesbianismo…
Elisa la miraba con los ojos muy abiertos.
En ese momento una enfermera (50) de aspecto cansado entró a la habitación llevando una pequeña bandeja entre las manos.
- Buen día señoras… Aquí les traigo la medicación y su desayuno.
Les acercó dos vasos pequeños llenos de diferentes mezclas de ansiolíticos, antipsicóticos y antidepresivos, dos más grandes llenos con agua y dos platos con dos sándwiches de pan cuadrado con jamón y queso amarillo.
La enfermera se fijó con particular atención en que ambas mujeres se tomaran todas las pastillas. Al salir de la habitación, dejó abierta la puerta tras de sí.
Elisa, hiperactiva, inmediatamente se levantó de la cama.
- ¿Comemos allá afuera?
Virginia negó con la cabeza.
- No tengo ganas de comer nada…
- Y ¿No quieres fumarte un cigarrillo?
- Si, pero dame chace… Más tarde.
Virginia volvió a recostarse.
Un poco decepcionada Elisa se metió una caja de cigarros en el bolsillo, tomo el plato con su sándwich y salió de la habitación.
Virginia se acurrucó entre las sabanas.
Entonces los recuerdos de la noche anterior se agolparon en su mente.
Frases sueltas de las cosas terribles que le dijo su hermano, una cachetada de su madre, la espantosa fuerza que usaron los dos bomberos para controlarla cuando ella finalmente reaccionó y comenzó a romperlo todo en el apartamento, las inyecciones que le pusieron en el brazo, la cara de los vecinos sorprendidos por su comportamiento.
Un par de lágrimas rodaron por su mejilla.
Sentía tanta vergüenza.
Se sentía tan impotente.
Se colocó la almohada por sobre la cabeza y comenzó a llorar con fuerza lamentando su mala suerte.
¿Por qué era tan difícil entender que le gustaban las mujeres? ¿Quién coño había decidido que ése era un comportamiento anti natural?
Sintió un dolor profundo en el pecho.
Unas ganas terribles de morirse.
Si tan sólo pudiese desaparecer.
Vencida, se dejó llevar por la medicación, por el cansancio y sin más, se quedó dormida.
Antes de mediodía, un enfermero moreno (33), que estaba de turno desde la noche anterior, con manos pesadas por el cansancio, tomó con firmeza el brazo de Virginia, le pasó un algodón lleno de alcohol y mecánicamente, sin conmiseración alguna, le clavó una inyectadora llena con un líquido denso y pesado.
Virginia se despertó sorprendida.
- ¿Qué haces?
El enfermero, que conocía el historial de Virginia, la miró con una mezcla de homofobia y desprecio; y para hacerle sentir dolor, levantó la aguja enterrada en el brazo hasta casi rasgarle la piel.
Virginia respiró profundo y miró a los ojos del enfermero sin darle el gusto de reflejar el dolor en su rostro o lamentarse.
Tenía claro que después de la tormentosa escena de su llegada seguramente todo el personal medico estaría alerta y en su contra, así que más le valía estar tranquila para evitar más problemas.
El hombre terminó de inyectarla y abandonó la habitación.
Adolorida Virginia puso su mano sobre la herida en el brazo y con el pedazo de algodón que le había dejado el enfermero contuvo las gotas gruesas de sangre que brotaban de manera profusa.
En ese momento tuvo claro en su mente que no estaba arrepentida de nada de lo sucedido la noche anterior.
Todo lo contrario.
Ni el encierro, ni la medicación la iban a volver heterosexual.
Ni mucho menos le haría casarse con el hijo de Enrique Serrano.
Esto no era una telenovela.
Virginia miró el sándwich en la mesa de noche y aunque no tenia apetito, se obligó a comer las lonjas de jamón y de queso para tener algo en el estómago.
El medicamento que le inyectaron en el brazo le hizo quedarse dormida rápidamente.
A media tarde comenzó a escucharse una música que provenía de la calle.
Virginia se despertó drogada y con el raciocinio disperso.
Se levantó de la cama y un mareo repentino le hizo recostarse contra una pared cercana, respiró una y otra vez por un momento y con pasos cortos retomó la salida de la habitación.
Desde afuera, vio un gran ventanal al final de un largo pasillo y se dirigió hacia allá.
A mitad de camino, a través de una puerta de rejas, Virginia vio a un grupo de hombres y muchachos recluidos en un espacio amplio que parecía más un centro penitenciario que uno psiquiátrico.
Uno de los hombres al verla se acercó rápidamente a la reja y le pidió un cigarrillo.
Virginia se apartó de él asustada, evitando que la agarrase sólo por unos centímetros.
Un segundo hombre se acercó también a pedirle un chicle y otro un caramelo.
Pero Virginia no tenía nada que dar a aquellos infortunados y continúo caminando sin prestarles atención.
Detrás de ella el grupo de brazos y de voces no dejaban de multiplicarse. Implorando cualquier cosa que hiciera más transitable aquel encierro insoportable
Unos metros más allá Virginia se encontró con otros 8 pacientes, sentados cómodamente mirando Pinocho en un televisor pantalla plana.
En ese momento el insecto se erguía como la conciencia externa del niño de palo.
Preocupada por la música, que cada vez era más fuerte, una enfermera sudorosa y con algo de sobrepeso, se acercó al grupo de pacientes y les explicó con palabras enfáticas, pero calmadas; que una marcha del Gobierno estaba pasando por la calle frente a la institución en ese momento; y con un control remoto, puso un canal del Estado para que vieran las imágenes de la manifestación.
Los pacientes observaron con curiosidad el revuelo desde sus sillas.
Una paciente diagnosticada como maníaco depresiva (55), con marcado acento argentino, contestó inmediatamente la declaración de un joven que, desde la televisión, con ímpetu revolucionario, llamaba "apátridas" a los séquitos de la oposición.
- ¡Fanático, mal parido! ¡Como si no hubiesen quebrado este país! Como si no hubiesen habido mil revoluciones fracasadas antes que la de ustedes en toda Latinoamérica…
Ese comentario punzante caldeo rápidamente los ánimos en la sala, e inmediatamente, otra paciente diagnosticada con ansiedad crónica (38), una mujer corpulenta, de cabellos pintados de color rojo intenso, la increpó.
- Cállate la boca vieja becerra… ¡Extranjera tenías que ser! A tí no te duele esta patria… ¡Si ni siquiera naciste aquí!
La argentina le respondió rápidamente. Con un aire de desdén y de soberbia.
- Mira mijita. Yo soy más venezolana que tú, que naciste aquí por accidente… ¡Yo escogí ser venezolana!
La enfermera rápidamente intervino y les recordó a las mujeres que ése no era un lugar para la confrontación sino para la sanación y la recuperación.
Ambas pacientes guardaron silencio por unos segundos.
De pronto, la mujer corpulenta se levantó de la silla y comenzó a bailar al ritmo de la música en medio del lugar.
Riendo con fuerza desde la base de su estómago.
Otra paciente, diagnosticada con esquizofrenia, comenzó a reír y aplaudir los pasos de baile al ritmo de la música.
Una mujer con alzhéimer aplaudió también sin entender por qué.
- Chávez no se va. ¡Chávez no se va!
Arengó un hombre, diagnosticado con trastorno obsesivo compulsivo.
La argentina, consumida por la ira, miraba de reojo al pequeño grupo, apretando los puños y mordiéndose los labios con fuerza para mantener la cordura y no comenzar a gritar como una loca.
Virginia, ya en el ventanal, miró a los marchistas en la calle con desprecio.
Un hombre moreno, con un spray de pintura roja, escribió con letras grandes en una pared blanca:
¡Chávez es pueblo!
Sintiéndose infinitamente frustrada, triste, Virginia emprendió el camino de vuelta a su habitación.
Años antes, en una situación que no había sido esclarecida del todo, Argenis (52), un hombre cálido y de buen corazón, su socio, su amigo, su padre, el único que alguna vez la había entendido en su familia, cayó asesinado por una bala perdida en una de las protestas opositoras.
Desde ese día, Virginia, que siempre se había mantenido apolítica, “nini” como quien dice, se volvió una opositora furibunda y radical.
Una verdadera patología de odio y desprecio que le quemaba las entrañas y que aún no le había sido diagnosticada, ni medicada, por ningún tipo de especialista.
CANCIÓN
Vive tu vida dale alegría escucha bien lo
que te estoy diciendo, no más barreras
al sentimiento. Chávez corazón del pueblo...
Vive tu vida dale alegría no pongas pero
sigue al mundo entero. Si viviremos
y venceremos.
Virginia comenzó a hacer ejercicios de respiración tratando de calmarse.
Suspiró profundamente.
Exhaló.
Suspiró una vez más.
Pero sin más, perdió los tiempos y cayó al suelo desmayada.
Elisa se acercó a ella rápidamente y le levantó el torso del suelo.
Virginia tenía un fuerte golpe en la cabeza.
Elisa le miro fijamente los labios rosados y carnosos.
Ella nunca había tenidos deseos homosexuales pero había algo en Virginia, algo que le era difícil precisar con claridad, que le resultaba interesante y extrañamente atractivo.
Una enfermera mojó un algodón con alcohol, se acercó a Virginia y se lo puso sobre la nariz.
Virginia volvió en sí rápidamente.
Sin entender con total claridad lo que había pasado se apartó de Elisa, se levantó del suelo y se sacudió la ropa.
- Necesito hablar por teléfono…
Nerviosa caminó a la oficina de las enfermeras y les pidió que la comunicaran con su familia.
Pero las enfermeras le dijeron que sólo la doctora del turno de las 6 de la tarde podría permitir llamadas a los hospitalizados.
En el reloj de la pared eran a penas las 12.46 del mediodía.
Virginia insistió, pero sólo recibió negativas.
La música sonaba ahora de manera estruendosa.
Las imágenes en el televisor hablaban de una marcha multitudinaria.
CANCIÓN
Adelante comandante, ponte al frente
con honestidad comienza a amanecer
en Latinoamérica paso firme hacia
delante, pisa fuerte con rotundidad
cuando un pueblo se sabe organizar
es un pueblo sabio y libre.
Molesta, Virginia caminó a un baño, abrió la llave del lavamanos pero no salió agua de la llave.
Se sintió profundamente frustrada.
Harta de todo.
Cansada de que la drogaran.
De que la encerraran.
De que la trataran como a una loca.
Y una vez más volvió a llorar desconsoladamente.
Se sintió indefensa.
Impotente.
Como si fuera una niña, se sentó en el piso del baño tapándose los oídos y comenzó a cantar la primera canción que vino a su mente.
“Hello, hello, hello, how low
Hello, hello, hello, how low
Hello, hello, hello, how low
Hello, hello, hello
With the lights out
It's less dangerous
Here we are now, entertain us
I feel stupid…
Hello, hello, hello, how low
Hello, hello, hello, how low
Hello, hello, hello
With the lights out
It's less dangerous
Here we are now, entertain us
I feel stupid…
Elisa, que había seguido sus pasos, desde el otro lado de la puerta escuchó la canción que cantaba Virginia y cantó también parte de la estrofa.
…and contagious
Here we are now, entertain us
A mulatto, an albino
A mosquito, my libido
Yeah…
Here we are now, entertain us
A mulatto, an albino
A mosquito, my libido
Yeah…
Sin tocar Elisa abrió la puerta y se metió al interior del baño.
Sacó un celular de su bolsillo y se lo acercó a Virginia.
- ¿Quieres llamar por teléfono?
Virginia abrió los ojos y miró a Elisa con el teléfono extendido hacia ella.
Se secó las lágrimas del rostro, se levanto rápidamente del suelo, tomó el teléfono celular y marcó un número rápidamente sobre la pantalla lisa.
La música revolucionaria era ensordecedora.
- ¿Aló? ¡Mamá es Virginia! Por favor tienes que sacarme de aquí…
Cuando su madre se dió cuenta quién era le cortó la comunicación.
- ¿Aló?, ¿Aló?
Virginia marcó de nuevo el número telefónico pero su madre no atendió la llamada.
Una vez más Virginia comenzó a hacer ejercicios de respiración buscando calmarse.
Suspiró profundamente.
Exhaló.
Suspiró una vez más.
Elisa la miraba llena de curiosidad.
Su pelo desordenado, la comisura de sus labios carnosos y rosados.
Finalmente Elisa se acercó a ella y le habló con voz suave tratando de consolarla.
- No te pongas así…
Virginia sintió en su oído el aire desacompasado y tibio del aliento de Elisa.
- No puedo entender a mi familia… No hay manera…
Conciliadora Elisa forzó una carcajada.
- Yo no conozco al primero que pueda.
Virginia secó sus lágrimas, si su papá estuviese vivo seguramente las cosas serían muy diferentes.
Miró a Elisa y le devolvió el teléfono agradeciéndole con dulzura, antes de dar la vuelta y salir del baño.
Elisa que ya estaba más que harta de la confrontación política y de la limitada conversación de los otros pacientes, salió del baño caminando tras de ella.
Pero Virginia, que ya podía andar más rápidamente, y realmente no estaba de humor para hablar con nadie, se acostó boca abajo en la cama de su habitación pensando en lo difícil que desde siempre había sido la relación con su madre.
Antes de quedarse dormida transitó por recuerdos contradictorios que la llenaban de amor y de ira a partes iguales.
Sin mejores planes, Elisa se recostó en la cama contigua para revisar allí sus redes sociales.
Como a las 2 de la tarde una enfermera entró a llevarles sus almuerzo y la nueva dosis de ansiolíticos, antipsicóticos y antidepresivos.
A pesar de que Elisa intentó persuadirla de no dormirse de nuevo. Virginia que no quería lidiar con su existencia en ese momento se dejó vencer por la medicación y durmió toda la tarde y hubiese dormido toda la noche si a las 8 en punto no hubiese comenzado un fuerte cacerolazo de la oposición y unos minutos después un cohetazo de los oficialistas.
El ruido de las dos protestas la sorprendió y la preocupó.
¿Qué estaba sucediendo?
Sin entender realmente Virginia se levantó de la cama y salió de la habitación lo más rápidamente que pudo, preocupada por su seguridad.
En la institución psiquiátrica todo era ruido y desconcierto.
De manera inexorable el miedo corrió libre de extremo a extremo entre los pacientes. Y sin más, paranoicos, ansiosos, hiperactivos, esquizofrénicos, bipolares, obsesivos, depresivos e incluso aquellos que tenían alzhéimer, gritaron y lloraron al unísono pidiendo desesperadamente que les dejaran salir de aquel encierro.
Algunos pacientes se arrastraron por el piso, otros se subieron en las sillas, a las mesas, se abrazaron, se metieron bajo sus camas.
Las enfermeras y enfermeros del turno nocturno de ambos pabellones, trataban infructuosamente de calmar aquel ataque de pánico colectivo. Hacían sentar a los pacientes y les administraban pequeñas dosis de clonazepam, pero era una labor infructuosa en la medida que el terrible sonido del cacerolazo y de los cohetes al estallar hacían vibrar el recinto hasta los cimientos.
En medio del desconcierto, Elisa vió a Virginia, caminó hacia ella y la agarró de ambas manos. Virginia, que se sentía indefensa, la agarró también y de manera instantánea comenzó a sentirse más segura.
Elisa, completamente paranoica, estaba lista para defenderse, e incluso defender a Virginia, de cualquier agresión de cualquiera de los presentes.
Pero pasados los minutos sin que nada sucediera, ambas comprendieron que no corrían peligro alguno y, sin más, ambas comenzaron a reírse de lo absurdo de todo.
De las reacciones exageradas de los pacientes, de las enfermeras que trataban de controlarlos.
Del sin sentido de estar ahí encerradas allí en ese momento.
De lo absurdo de la vida misma.
Con un gesto Elisa le pidió Virginia que se fueran a la habitación y las dos mujeres se encaminaron para allá.
Un escalofrío recorrió la espalda de Virginia cuando pasó al lado de la puerta del pasillo y escucho los gritos terribles y desesperados que provenían del pabellón contiguo.
Cerraron la puerta de la habitación tras de sí y el sonido se aminoró un poco, se acostaron en la misma cama y se abrazaron.
Al principio sólo estaban allí intentando calmarse, pero con el paso de los minutos, poco a poco comenzaron a sentir la voluptuosidad de sus cuerpos.
Y así, con mucha pausa, con el corazón latiendo fuerte y de manera arrítmica; alejadas del escrutinio y las miradas de las enfermeras y de los otros hospitalizados ambas mujeres se besaron.
Elisa, que nunca había besado a una mujer, se sorprendió de la suavidad y de la cadencia de los labios y la lengua de Virginia.
Llenas de deseo ambas mujeres se desnudaron e hicieron el amor de manera apasionada.
Cuando finalmente amaneció, ya no había tristeza en la mente de Virginia.
También para Elisa, las cosas tenían otro matiz.
Una energía renovada.
Así, completamente trasnochadas, le dieron los buenos días a la enfermera del turno de la mañana cuando ésta entró a la habitación a darles su desayuno y las nuevas dosis de su medicación.
Ninguna de las dos lo sabía todavía.
Pero ese encuentro en la institución psiquiátrica tendría un impacto profundo en la vida de ambas.
Y es que por casualidad, o por causalidad, habían encontrado una compañera incondicional para buscar el equilibrio en esta sociedad tropical, ultra politizada, multipolar y esquizoide.
Una aliada con la cual hacer un frente común en contra de todos los cuerdos, los lúcidos, los moralmente correctos, los heterosexuales, los normales en la vida de ambas.
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