Por Sergio Marcano.
La muerte es un componente fundamental de la experiencia humana; aunque pasemos nuestra existencia evitando pensar en eso, todos nacemos y eventualmente moriremos.
Y si bien hoy en día, por nuestra calidad de vida, avances médicos, ¿alimentación?, etc., solemos asociar la muerte solo con la vejez; la verdad es que en casi todo el tiempo que nos precede, antes de que abrazáramos esta pseudo “modernidad” contemporánea, la muerte acechó a la raza humana en todas las edades imaginables.
Quizás por eso, desde tiempos inmemoriales, chamanes, profetas, elegidos y mesías; a través de sueños, visiones, revelaciones y alucinaciones, descubrieron la existencia del alma, del más allá, e incluso de múltiples planos habitados por las más diversas entidades, tanto superiores como inferiores; tanto de luz, como de oscuridad.
Y, en líneas generales, así quedó establecido para todos los creyentes: la muerte no era el final del camino. Y tu proceder en este plano serviría para determinar un futuro lleno de paz o de sufrimiento en ese otro próximo plano de existencia.
A partir de esas
concepciones generales se fundaron las más diversas religiones e imaginarios
religiosos a lo largo y ancho del globo terráqueo.