Por Sergio Marcano.
Helena es una mujer morena de caderas generosas.
Tiene 52 años y trabaja como secretaria en una dependencia educativa de la Alcaldía del Municipio Sucre.
Nunca se casó y no tuvo hijos.
Con la devaluación cotidiana el sueldo que gana quincenalmente, cada vez le rinde para menos: pagar el alquiler, el condominio, la electricidad, comprar algún medicamento y comer de manera austera.
Aunque alguna vez se lo ofrecieron, no tiene el Carnet de la Patria, ni está inscrita en el PSUV. Lo que se traduce en que no recibe cajas Clap, bolsas de alimentos, ni bonos de ningún tipo. Y Helena, que es opositora a rabiar, se siente orgullosa por eso.
El domingo por la noche, cuando Helena cocinaba unas berenjenas guisadas para el almuerzo de la semana, se le quemó el bombillo de la cocina.
Sin pensarlo demasiado Helena caminó al balcón, se subió a una silla cuidadosamente, desenroscó el bombillo del lugar, lo quitó y lo puso en la cocina.
Lo mismo sucedió antes con el bombillo del pasillo, el de la sala y el de uno de los cuartos.
Ahora su apartamento está prácticamente a oscuras; Pero con el precio que tenían los bombillos ¿Cómo podría ser diferente?
En la cocina solo le sirve una hornilla eléctrica desvencijada.
Ella le reza a sus santos cada vez la enciende para que no se le eche a perder.
Y por ahora ha corrido con suerte.
En el baño el panorama es distinto. El calentador se le daño hace ya más de tres semanas.
Helena buscó la resistencia en varias ferreterías pero en cada una de ellas le dijeron que no existía la pieza en el país.
En el pasado siempre disfrutó de tomar largos baños de agua caliente.
Era uno de sus pequeños placeres.
Ahora cada vez que se ducha lo hace apresuradamente, repitiéndose a si misma que el agua fría es buena para la circulación y para acelerar el metabolismo…
Poco a poco a medida del avance de la crisis, Helena, que está mucho más delgada, se ha vuelto a vestir con blusas y pantalones que usaba en los años 80 y 90.
Por suerte, piensa ella ahora, guardó todas esas prendas en uno de sus closets.
Una vez a la semana Helena junta toda su ropa sucia y la lava a mano.
No porque crea en los beneficios del lavado manual, sino porque en uno de los apagones, se le quemó el motor a su lavadora.
En el pasado seguramente con un poco de esfuerzo Helena hubiese podido pagar la reparación, pero hoy en día los técnicos que conocía le pedían por reparar el electrodoméstico casi lo mismo que costaba comprarlo como nuevo. Un precio tan elevado para ella que ni haciendo un esfuerzo podría costearlo.
Hoy en la mañana, justo antes de salir al trabajo, mientras lavaba los trastes del desayuno, estalló un tubo debajo de su lavaplatos.
Con rapidez el agua brotó y en segundos tenía inundada la cocina y la sala del departamento.
Helena se sentía impotente.
Desesperada.
Cerró la entrada de agua principal y rápidamente pasó un coleto por sobre todo lo mojado.
Mientras lo hacía se sentía tan triste y frustrada con lo que era su vida en la actualidad que lloró y lloró desconsoladamente.
Cuando todo estuvo seco, con la ropa y los zapatos mojados se sentó en el suelo de la sala y por primera vez en su vida se le cruzaron pensamientos suicidas por la mente.
Tratando de evadirse se levantó del suelo, se limpió las lágrimas del rostro, se puso ropa seca y salió de su apartamento.
Tocó el timbre de la casa de su vecina Rosa Virginia y frente a una taza de café con leche caliente que ella le invitó, le contó lo sucedido.
Rosa Virginia le dió el teléfono del plomero que conocía de toda la vida, el Sr. Eulogio, un hombre ya mayor, pero solidario y muy conocedor de su oficio.
Inmediatamente Helena lo llamó y le contó su predicamento.
El hombre, con una voz ronca, le dijo de manera pausada que cobraba 300 bolívares soberanos por hacer el trabajo. Pero le advirtió que solo aceptaba pagos en efectivo.
Helena quedó en llamarlo de nuevo, a sabiendas de que no había manera que ella pudiera conseguir esa cantidad de dinero en efectivo.
Sus dos bancos le daban al día solo 20 bolívares soberanos.
10 por taquilla y 10 por cajero electrónico.
Por lo que necesitaría al menos 6 días, madrugando y haciendo largas colas atestadas de gente, en cada una de las sedes bancarias, para poder lograr juntar todo ese dinero.
Y ella quería resolver ese problema lo más rápido posible.
Así que más le valía buscar otras opciones.
Cuando llamó a su trabajo para explicar las razones por las cuales no asistiría, Jorge Narváez, su jefe de área, le dio el teléfono de un plomero que no tenía problemas en cobrar sus honorarios profesionales por transferencia.
Luego de escuchar atentamente la explicación detallada de lo que sucedía a Helena, el plomero calculó que cobraría unos 600 soberanos por la renovación de las piezas dañadas y por la mano de obra.
A Helena le pareció costosísimo, pero acordó realizar la reparación esa misma tarde.
En su cuenta habían 326 soberanos, por lo que tendría que pedir el resto del dinero prestado.
En contra de su voluntad, Helena volvió a casa de Rosa Virginia y le pidió el dinero restante, 274 soberanos.
Como Rosa Virginia la conoce y sabe que Helena es una mujer honesta y de palabra, le prestó el dinero sin problemas.
Helena acordó con ella que le pagaría 9 días después, a penas la Alcaldía le hiciera la transferencia de su próxima quincena.
A fin de mes, luego de pagar su deuda, Helena se quedó casi sin dinero.
No podría pagar los servicios básicos, ni comprar comida o medicamentos.
Respiro profundo y asumió el reto armándose de paciencia.
Ayer en una calle soleada de La Florida, con el hambre mordiéndole las entrañas, a Helena se le fueron los tiempos y se desmayó.
Su cabeza golpeó con fuerza contra el pavimento.
Aún hoy ella misma no sabe cuánto tiempo pasó inconsciente.
Pero al volver en sí estaba rodeada por personas amables que protegieron sus pertenencias personales.
La novedad era un chichón morado y prominente en el lado derecho de la frente.
Avergonzada se levanto del suelo, agradeció la solidaridad de todos los que la ayudaron y se alejó de ellos limpiándose nerviosamente el sucio de las manos y de la ropa.
Unas cuadras más allá, Helena entró a una iglesia y con lágrimas en los ojos le rezó fervorosamente a San Judas Tadeo, el abogado de los imposibles y de los casos difíciles, para que mejorara la situación del país, para que volvieran tiempos mejores, como los que ella había conocido en su pasado.
Antes de salir de la iglesia, con lo último que le quedaba de efectivo en su cartera, Helena compró una vela amarilla y la dejó encendida en uno de los altares.
La vela amarilla ardió vivamente durante toda esa tarde y esa noche.
¡Felicidades Sergio! ¡Está muy bien tus relatos!
ResponderEliminarSavinelli!
EliminarGracias por tomarte un momento de tu tiempo y leer.
Un abrazo.
Situación demencial... Fuerza mental... Sueño de una vida... Venezuela actual... Excelente relató de lo cotidiano...
ResponderEliminarTotalmente demencial la Venezuela actual.
EliminarA ver que nos depara el futuro...
Qué duro. Gracias por el relato.
ResponderEliminarTocayo!
EliminarGracias por leer.
Un abrazo.
Te felicito, justo hoy Sergio tuve que ir al banco y todo fue demencial... pensé en la cola que debo escribir.
ResponderEliminarHola Irene!
EliminarGracias por leer y comentar.
Este país es una lucura por donde lo alnalices.
Hay que escribirlo, pintarlo, grabarlo, a ver si nosotros mismos lo entendemo o lo exorcizamoss...
Excelente, Sergio. Pareciera que estuvieras hablando de mi, de mi vecino, de cualquiera de nosotros
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