Por Sergio Marcano.
(10 – 12 ⌚)
Ramón tiene 78 años. Se jubiló como maestro de educación física luego de 30 años de trabajo arduo y comprometido en un liceo público. Siempre fue una persona activa y voluntariosa y eso no ha cambiado ni un poco con los años.
A pesar de que las protestas en Caracas y en el resto de Venezuela llevan ya varios días, llegada la quincena, a golpe de las 4 de la mañana, Ramón salió del pequeño apartamento en la avenida libertador y caminó al banco de Venezuela que queda a cuatro cuadras de su edificio.
Entre las sombras de la avenida solitaria, se adivinaban los rastros de cauchos y cachivaches quemados en las barricadas de los opositores.
Frente al banco, ya había una cola de al menos 80 personas.
Lleno de resignación Ramón se acercó al ultimo de la fila y balbuceo unos buenos días.
Normalmente Ramón es una persona amigable, pero no le complacía para nada estar allí a esa hora. Así que optó por permanecer en silencio.
Algunos en la cola rumoraban que el banco no abriría por las protestas, pero poco a poco llegaron sus cajeras, gerentes, vigilantes, bedeles y abrió sus puertas con puntualidad a las 8.30 de la mañana.
El sol avanzó por la bóveda terrestre siempre brillando con fuerza sobre un cielo despejado.
A las 11 y 35 finalmente tocó el turno de Ramón que caminó con paso lento a la taquilla. Allí la cajera le entregó el dinero de su pensión y la de Rosalba, su esposa, en tres fajas de billetes de baja denominación.
Mientras tomaba el dinero del mostrador, Ramón le dijo a la cajera que esos billetes no los aceptaban en ninguna parte y de manera pasivo agresiva la cajera, le contestó que era ese efectivo o cobrar solo en digital.
Ramón se alejó de la taquilla indignado y salió del banco.
Apresurado y paranoico, con el dinero completamente expuesto entre sus manos, Ramón cruzó la calle sin fijarse y por poco es atropellado por un grupo de motorizados que, vestidos con camisas rojas, gritando consignas pro gobierno y agitando banderas y armas largas, cruzaban por allí en ese momento.
En la acera de enfrente subió a un autobús con dirección al Silencio, y a pesar del tráfico, en un dos por tres llegó al final de la Avenida Lecuna.
Bajando por la avenida Baralt caminó hasta el mercado Quinta Crespo.
Allí, en los negocios donde no le pusieron problemas por pagar con los billetes de baja denominación, compró una docena de huevos tipo c (los más pequeños y baratos), un cuarto de kilo de queso duro llanero, una harina de maíz, medio kilo de sardinas, un pedazo de auyama y una mano de seis cambures.
En esa compra se fue todo el dinero en efectivo y dos de los cuatro dólares que tenía en el bolsillo.
Pensó en Rosalba, que al igual que él, estaría desfallecida del hambre y acelero su paso de vuelta a la avenida Lecuna para tomar el autobús de regreso a su apartamento.
Rosalba y Ramón, llevan 45 años juntos.
Se conocieron en los pasillos del liceo en el que ambos trabajaban; apenas ella entró en el cargo de profesora de castellano.
De su unión nació Roberto, que hace siete años migró a Perú con su mujer y su hijo, en busca de una mejor vida.
Por voluntad divina o azar de la genética, hace dos años, a Rosalba le fue diagnosticado alzhéimer y su memoria desde entonces se ha ido deteriorando poco a poco.
Una vez al mes Roberto les manda 200 dólares para ayudarlos y ese dinero, apenas llega, se va casi completo en medicinas que los dos septuagenarios necesitan para mantener su salud.
Ramón estaba tan bronceado por el sol cuando entró al departamento que Rosalba creyó que era un ladrón.
Él intentó calmarla pero ella caminó rápidamente al pasillo y cerró la puerta del cuarto tras de si.
Ramón, puso la compra en la cocina y la buscó para intentar explicarle, o razonar con ella y se dio cuenta que Rosalba se había encerrado con llave.
Por un momento se puso nervioso pensando que podía ocurrirle cualquier cosa encerrada allí sola. Pero decidió calmarse e irse a cocinar porque era muy tarde para que ninguno de los dos hubiese desayunado, ni almorzado.
Caminó al baño, se lavó las manos y la cara con un vaso lleno de agua que tenía sobre la poceta.
Al mirarse al espejo a él mismo le costó reconocer su mirada entre las canas, las arrugas y ese nuevo bronceado involuntario que ahora tenía sobre el rostro, el cuello y los brazos.
Por suerte a Rosalba no le duro mucho el susto, ya que unos veinte minutos después salió del cuarto y se sentó a ver televisión.
Ramón aprovechó entonces, y sin que Rosalba se diera cuenta, le quitó la llave a la cerradura del cuarto.
Al verla sentada frente al televisor Ramón pensó en la suerte que tenía Rosalba de poder distraerse fácilmente.
Y así era, ahora ella pasaba días enteros frente a esa pantalla, viendo programas de viajes, de remodelación de casas, de cocina, telenovelas, programas de noticias, casi cualquier cosa que estuvieran pasando le resultaba interesante.
A Ramón en cambio no le entretenía la televisión. Esa pasividad extrema, esa adoctrinación constante. Definitivamente no era para él. Además, ahora él tenía que ocuparse de casi todas las labores del hogar y para eso siempre le faltaba el tiempo.
En la cocina, mientras cortaba el pedazo de auyama, para hacer una crema, Ramón pensó en lo decepcionada que estaría su abuela María Graciela si lo viera cocinando con ese delantal ridículo que se ponía para no ensuciarse la ropa.
Inmediatamente se le dibujó una sonrisa en el rostro.
María Graciela Salazar era la mujer con más carácter que él había conocido. Y siempre le enseño que las labores del hogar eran actividades exclusivamente femeninas.
Ramón la extrañaba a rabiar.
Su abuela siempre fue la mujer más importante en su vida, antes de la llegada de Rosalba.
Mientras limpiaba la cocina y servía la crema en dos platos hondos, pensó que podría sembrar una de las semillas que había quitado del pedazo de auyama.
No porque creyera en los huertos urbanos de los que oía hablar constantemente en la radio o la televisión, sino porque tenía la tierra y el contenedor para hacerlo; así que, ¿Por qué no? Mientras creciera podría hacerla colgar en el balcón y obtener buena sombra de ella.
Ramón salió a la sala y puso los platos de crema sobre la mesa.
Se le acercó a Rosalba y la tocó con una caricia en el hombro. Ella estaba completamente inmersa en sus pensamientos o quizás perdida en alguna laguna mental. Ramón aún no podía notar la diferencia.
Caminó a la cocina y regresó a la sala cargando una jarra de agua fría y un par de vasos.
Rosalba ya estaba en la mesa comiendo con apetito cucharada tras cucharada de la sopa de auyama.
Ramón llenó los vasos con agua y se sentó a su lado.
Ella le miró con desconfianza sin reconocerlo aún. Y él, para que ella comiera tranquila, se mantuvo en silencio.
Al terminar de comer Rosalba, educadamente, le pidió permiso para levantarse y volvió al sofá frente al televisor.
Ramón, que siempre fue de comer lento, se tomó su tiempo para terminar.
Lavó los platos con una reserva de agua colocada en el lavaplatos, se secó las manos con un paño de cocina y escogió cuidadosamente la semilla de auyama más robusta entre las ocho que había traído consigo el pedazo. Entonces caminó con ella al balcón a donde él tiene un pequeño jardín con las más variadas plantas: helechos, suculentas, bromelias, orquídeas, cactus, etc.
Llenó un contenedor mediano con tierra fresca y lo puso en un lugar privilegiado, en donde él sabía que pegaba el sol de la mañana.
Sintiéndose complacido se sentó en una silla a descansar.
Hoy había sido un día agotador.
A las 8 de la noche comenzó un fuerte cacerolazo de los opositores.
Y solo unos minutos después comenzó un cohetazo de los oficialistas.
El ruido de la prueba de fuerza entre las dos protestas era terrible.
Abrumador.
Ramón no podía escuchar ni sus propios pensamientos.
Rosalba se puso muy nerviosa y comenzó a caminar por todo el apartamento llena de ansiedad.
Ramón se le acercó, la tomó de la mano y le dijo que todo estaba bien. Le hizo sentar en una silla y le dio un masaje en los hombros y la cabeza hasta calmarla.
Los minutos de la protesta se hicieron eternos.
Esa noche Ramón durmió solo cuatro horas.
Como a las 3 de la mañana se levantó, cuidadosamente y sin hacer ruido, tomo la lámpara de la mesa de noche que tenia dos días sin encender y se la llevo a su mesa de trabajo en el balcón.
Allí la desarmó, le sacó el cable, le cambio el sócate y el bombillo.
Antes de que se despertara Rosaura caminó a la cocina tomo una olla con un poco de agua y puso a hervir en ella dos huevos, agregó agua en la greca y antes de cerrarla colocó sobre la borra vieja una cucharada de café fresco.
Rosalba se despertó al escucharlo y se le acercó. Le saludó pasándole una mano por la cabeza.
Ramón se alegró al verla tan lúcida.
Ella le preguntó porque estaba tan bronceado y él le dijo bromeando que ayer había bajado a la playa a darse un chapuzón. Rosalba se río sabiendo que él sería incapaz de irse a la playa sin que ella le acompañase.
Ramón retiro los huevos del fuego y los peló, luego rompió un poco de casabe y lo colocó todo en dos platos.
Rosalba tomó la greca, sirvió dos tazas con café y camino con ellas a la sala.
Ramón la siguió con los platos.
En sus momentos de lucidez Rosalba todavía apoyaba al gobierno. Y tenía opiniones ultra radicales en contra de toda idea opositora que escuchase en el televisor.
Ramón se sorprendía gratamente al verla de nuevo con ese apasionamiento que siempre le había caracterizado antes de la llegada de la enfermedad. Y aunque hoy en día estaba en desacuerdo con la mayoría de las opiniones y reflexiones políticas de Rosalba, prefería seguirle la corriente y darle la razón en todo lo que decía para no darle un disgusto. Habían pasado tantas cosas juntos en estos 45 años que solo deseaba para ella paz mental y bienestar.
Parado en el balcón, mirando sus matas, Ramón se decidió a trasplantar una cayena de un matero pequeño a uno más grande.
Comenzó removiendo la tierra vieja cuidadosamente, tratando de no romper ninguna de las raíces. Y como si la planta estuviese nerviosa y pudiese escucharlo, Ramón le habló en un susurro, intentando calmarla.
Colocó sus raíces lo más ordenadamente que pudo dentro del nuevo matero y poco a poco comenzó a colocarle tierra nueva.
Tardo casi una hora en hacerlo todo, sin apuros, con mucha paciencia y dedicación.
Quizás por ese cuidado especial, sus plantas prosperaban y su jardín tenía ese aspecto vibrante la mayor parte del año.
Al día siguiente, desde muy temprano, aprovechando la llegada del agua, Ramón llenó todos los potes, baldes y contenedores que estaban vacíos en el apartamento. Luego limpió el baño, ayudó a Rosalba a bañarse y le cortó las uñas de las manos y de los pies.
Por la Libertador hoy había poco tráfico vehicular y a media mañana comenzaron a aparecer personas agitando banderas de Venezuela, cantando consignas anti gobierno, así como voceadores con megáfonos invitando a participar en la protesta.
Después de medio día comenzó a pasar una marcha opositora.
Había muchísima gente, la avenida estaba desbordada.
Ramón y Rosalba los miraron pasar desde el balcón antes de sentarse a almorzar.
Solo un rato después se escucharon sirenas policiales, disparos, gritos y comenzó a sentirse en el ambiente un intenso olor a gas lacrimógeno que picaba en los ojos y dificultaba la respiración.
Ramón se asomó al balcón y miró gente gritando y corriendo en todas las direcciones; motorizados armados dispersando a la gente y a lo lejos tres inmensas columnas de humo en medio de la calle.
Ramón cerró la puerta del balcón y corrió las cortinas, pero aun así Rosalba comenzó a toser y a estornudar a causa del gas lacrimógeno.
Ramón tomó su teléfono y le preguntó a Selene, la vecina del apartamento de enfrente, si podía invitar a Rosalba a su casa mientras se disipaba el gas toxico de su apartamento.
La mujer, que vivía sola, con balcón hacia el lado opuesto del edificio, aceptó encantada y unos 5 minutos después estaba tocando el timbre e invitando a Rosalba a tomarse un café.
Rosalba se fue con la mujer conversando animadamente.
La protesta en la avenida duró toda la tarde.
A las 8 de la noche, por segundo día consecutivo, comenzó un fuerte cacerolazo de los opositores. Y tan solo unos minutos después, comenzó el cohetazo de los oficialistas.
Ramón dejó lo que estaba haciendo y buscó a Rosalba, ella estaba acostada en su cama tapándose los oídos con ambas manos.
Él se acostó a su lado y la abrazó.
Ella, que estaba nerviosa, poco a poco se tranquilizó y a pesar del ruido se quedó dormida entre los brazos de Ramón.
Sin moverse, acostado allí en la cama, atormentado por el ruido, Ramón, comenzó a pensar que esas protestas parecían más bien una terapia de shock. Y se quedó con la idea fija en la mente de que eso era exactamente lo que eran.
Esa noche Ramón tampoco pudo dormir. Esta vez pensando en una ecuación efectiva para hacer rendir por quince días, la poca comida que había logrado juntar para la casa y con los dos dólares que aun le quedaban en el bolsillo del pantalón.
Rosalba no podía quedarse sin comer.
A la mañana siguiente, con una taza de café en la mano, Ramón descubrió en su balcón, que la semilla de auyama había brotado en un pequeño retoño y una vez más se sorprendió por la voluntad de la naturaleza.
En el país las protestas siguieron por días, por semanas.
Marchas opositoras seguidas por marchas oficialistas.
Marchas oficialistas seguidas por marchas opositoras.
Reuniones y mesas de dialogo entre las partes.
Selene, la vecina del frente, ya sin decirle nada, se llevaba a Rosalba a tomar un café, un te o a merendar, cualquier excusa era valida, para que saliera del apartamento y respirara la menor cantidad de gas tóxico posible.
En la televisión día tras día se hablaba de detenidos, heridos y de muertos. De las reuniones entre el oficialismo y la oposición.
Si hubiese sido religioso, Ramón le habría pedido a Dios entendimiento entre las partes, para arreglar definitivamente este conflicto.
Pero Ramón hacia años que no creía en Dios; y al gobierno y la oposición no parecía interesarles llegar a un acuerdo mínimo de coexistencia.
En ese mismo tiempo la mata de auyama en el balcón echo un botón que abrió en una flor amarilla de cinco puntas. Ramón se sentía tan orgulloso de la planta que lamentó no tener una cámara para poder fotografiarla. Para poder mandarle una constancia de su belleza a su hijo Roberto.
Esa tarde Ramón sirvió un café para Rosalba en la pequeña mesita del balcón. Ya el viento de la tarde no traía consigo rastros de gas lacrimógeno. Así que ambos podían sentarse allí a disfrutar de una conversación amena.
Al marchitarse la flor, una pequeña auyama quedó en su lugar. Ramón se alegraba al verla crecer y cambiar de color día tras día, semana a semana.
Cuando finalmente el tallo que la sostenía se secó Ramón la tomó entre sus manos, la desprendió de la mata, la llevó a la cocina y la cortó.
Por dentro la pulpa era de un color amarillo intenso. Casi naranja.
Ramón la peló con delicadeza y la cortó en pedazos pequeños.
También peló y cortó un trozo de yuca, sacó un muslo y contra muslo de pollo que tenía guardado en la nevera para esta ocasión especial y con todo eso hizo una sopa.
Esa mañana Rosalba había hablado con Roberto y su nieto por teléfono y mientras almorzaban estaba llena de vitalidad, conversando de ellos con una mezcla de orgullo y añoranza. Alegrándose porque estaban bien, pero lamentando que no estuviesen junto a ellos en el país.
Como a las 8 de la noche, Ramón, que también estaba de buen humor, puso un disco de Felipe Pirela en su tocadiscos y sirvió dos copitas de brandy.
Rosalba brindó por la salud de ambos con el trago y cuando sonó el bolero “Por la Vuelta” se levantó de la silla animada, tomó de las manos a Ramón y le hizo bailar con ella la canción.
Los dos bailaron sonriendo.
Sintiéndose felices de estar juntos.
Me encantó, te felicito! !! Al principio te confieso que no quise leerlo porque estoy como harta de leer sobre nuestros pesares en este país, pero seguí y lo leí completo, lloré y luego reí porque veo que todos vamos a brotar como la flor de la mata de autama de Ramón y bailaremos también como ellos.
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