Por Andreina Gutiérrez.
I
La vecina de la cuarta vereda la saluda por la mañana, apenas la reconoce, apenas se da cuenta del 'buenos días', ella intenta hacer un gesto de último momento para no quedar como antipática, pero ya es tarde cuando se acuerda que el tapaboca bloqueó por completo su sonrisa diplomática. Andrea sabe que igual todo el mundo en la pequeña urbanización la cree muy sifrina y egocéntrica, ciertamente ella no habla con nadie, no es amiga de nadie, no visita ninguna casa vecina, más de la mitad de su vida allí y básicamente no conoce a casi nadie. En realidad no es por ego, es una mezcla maldita de timidez y sumisión a su familia, un enfermizo comportamiento de encierro toda su vida, exacerbado por la cuarentena. Gestos débiles, medias sonrisas, miradas bajas, suelen sustituir en ella cualquier palabra de saludo a los vecinos, ese primer contacto con el mundo, antes de salir al mundo.
Pero hoy, una de sus pocas salidas durante el confinamiento, la imposibilidad de desplegar su habitual saludo mínimamente gestual, la hace comprender que su encierro interior de siempre se ha manifestado de forma física involuntariamente. Los 'muros' que muchos le han dicho que construye a su al rededor para que nadie entre, ahora existen en la forma de un cuadrado de tela que esconde el 60% de su cara, y si a eso le sumamos las lentes para el sol, tenemos una Andrea con el 90% de su rostro cubierto. Esconderse ahora es tan fácil, ni siquiera hay que esforzarse al respecto, ya no hay que practicar caras estóicas, miradas perdidas, gestos disimulados, demasiadas veces se sorprende a sí misma permitiéndose expresiones de todo tipo en la calle, luego de una vida de farsa facial, el infinito 'poker face' que siempre fue su única manera de salir airosa en cualquier situación social. El tapabocas ha resultado ser una liberación para Andrea, a veces gloriosa como cuando habla sola o incluso canta, mientras nadie la escuche, puede gesticular todo lo que quiera sin que nadie se de cuenta, pero otras veces se avergüenza y hasta se asusta de dejar salir expresiones de desprecio y rechazo hacia las personas, como si se tratara de un Mister Hyde que aflora solo y de repente ¿de dónde sale este horror de persona capaz de poner esa cara de asco hacia otro ser humano? Poco importa cuando nadie se da cuenta. Andrea sabe que el mundo es una cloaca llena de criaturas rastreras de lo peor llamadas personas, pero se empeña en creer en la inocencia de todos hasta que se pruebe lo contrario, por eso es ella quien aprendió a cerrar filas, a bajar la santamaría, a poner cara seria de 'no me importa' y 'no te metas conmigo' al mismo tiempo. La mascarilla acabó con eso. Un despliegue de gestos miserables la espantan, pero no son reconocibles, por otro lado una miríada de expresiones mínimamente amables tampoco son apreciadas. Todo se queda con ella, nada sale ya ni como barrera, no hace falta, es como estar permanentemente detrás del telón de una obra de teatro que nunca se puede ver. Y se está sintiendo como un castigo, es una forma de aislamiento no escogida, un peso muerto que hay que cargar a juro. La mascarilla parece crecer y comenzar a abarcar no solo toda su cara, sino el resto de su cuerpo, invisibilizándola por completo, llevándola a un estado mental donde cree ser libre por fin para expresar ciertos niveles de miseria humana que nunca se permitió. Como ahora en el autobús cuando Andrea se permite mirar con la más abyecta lascivia al chico que está dos asientos más adelante, que es muy joven, tiene tatuajes en los brazos y se quitó la mascarilla por el calor, revelando la más perfecta nariz perfilada. El suplicio la mortifica por un segundo y luego recuerda que nadie puede ver sus expresiones faciales, ni siquiera su mirada al contemplar el cuerpo del chico cuando se levanta para pedir la parada. El horror, el dolor, la vergüenza, el placer, el asco, el miedo, el deseo, la maldad, la felicidad, la burla, el descanso, todo está ahí en su cara, corroyéndola de ida y vuelta detrás del tapabocas y las lentes oscuras.
Pero tú no lo ves.
II
Randy tiene una personalidad avasallante, pero según él su arma letal es su sonrisa. La gente siempre se sorprende cuando recién lo conocen y ven su sonrisa por primera vez: la verdad es que da miedo. Randy es un hombre muy grande, un metro noventa de estatura y musculoso, su cabeza es bastante voluminosa y su cabello abundante. Su sonrisa combina con su morfología: es enorme, apabullante, intimidante, no es para nada una sonrisa hermosa, ni divertida, ni cálida, es un montón de dientes enormes, perfectamente blancos y simétricos, envueltos en unos carnosos labios que se estiran de una manera poco natural y que muestra demasiada encía. La gente habla a sus espaldas de lo ligeramente grotescas que se vuelven sus facciones cuando sonríe de esa manera tan caricaturesca. Randy nunca se ha enterado de esos comentarios, está muy ocupado siendo muy exitoso, ganando dinero, conquistando mujeres y consiguiendo todo lo que se propone con su sonrisa de diamante y su credo de "lánzate y consíguelo". No se da cuenta de que consigue más mujeres con su dinero que con su físico, algunas literalmente han huído de él al ver su sonrisa. Como ganador invicto en todo, no registra ninguna clase de pérdida, fracaso o frustración, él lo puede todo, lo tiene todo, lo consigue todo. Tiene una labia poderosa pero la gente no está tan fascinada por él como él cree, algunas personas solo sienten una curiosa morbosidad por ver cómo funciona en el mundo real un ser tan exorbitante.
Cuando se anunció el confinamiento y el uso obligatorio del tapabocas, Randy se puso nervioso. Normalmente ante una situación desafiante se repetía alguna de sus frases motivacionales de su credo de vida, le encontraba la vuelta a la circunstancia o simplemente asumía que "todo es ganancia". Randy nunca pierde, ni siquiera se enferma, goza de una salud envidiable, come sano, hace ejercicios y es feliz. Es lo que creía Randy que ahora empieza a ver el mundo que le rodea cerrarse, apartarse, esconderse, el mundo siempre lleno de posibilidades para él, ahora estaba en cuarentena. Para alguien tan extrovertido y triunfador, el distanciamiento social era una amenaza, una pesadilla. Y lo más aterrador era el tapabocas. Los primeros días lo odió, después comenzó a sentir que se asfixiaba de solo tocarlo. No podía concebir tener que tapar su sonrisa demoledora. Para él su sonrisa era una especie de soborno, todos terminaban dándole lo que quisiera, algunos ciertamente deslumbrados, pero muchos en realidad desconcertados y hasta espantados, lo complacían quizás para deshacerse de él más rápido. El ritmo de su vida se ralentizó, su poco contacto con el exterior lo estaba matando, ponerse el tapabocas era una derrota, de las que nunca aceptaba que tenía, pero ésta era demasiado contundente, demasiado generalizada y normalizada.
Randy no le temía al COVID gracias a su excelsa salud de oro, por lo que se convirtió en un activista anti-mascarilla. Usó las redes para desplegar una campaña de No al tapabocas, alegando toda clase de teorías sin fundamento, en realidad no creía en ninguna, no le interesaban, solo quería declararle la muerte al tapabocas, su enemigo número uno, el asesino de su sonrisa triunfadora. Se volvió muy intenso y paranóico, la gente pensaba que de verdad le asustaba la enfermedad a pesar de desafiar el uso del tapabocas. Aún cuando muchos se burlaban en secreto de su sonrisa, casi nadie entendía el nivel de dependencia que tenía él ante ésta. Usar el tapabocas era como cortarle una pierna o un brazo, se sentía minusválido cuando lo usaba, pensaba que la gente no lo escuchaba al hablar, por lo que hablaba más alto sin comprender que ya él poseía un vozarrón. Las personas comenzaron a apartarse de él, su comportamiento los asustaba más que la sonrisa que ya no podían ver por la mascarilla.
Su odio por el tapabocas le trajo la única consecuencia lógica: Randy se contagió de COVID. Estuvo tres meses hospitalizado, casi muere, bajó 20 kilos y perdió algo de su abundante cabello. La enfermedad le dejó secuelas, los intensos dolores en los pies y los costados, lo mantuvieron en cautiverio mucho más que la cuarentena, fueron meses de recuperación y muchos tratamientos y medicinas. Randy por primera vez en su vida se sintió derrotado, al verse en el espejo flaco, demacrado, ojeroso y con incipiente calvicie, intentó sonreír para darse ánimo, pero entonces comprendió por fin algunas de las habladurías que pocas veces había escuchado sobre su sonrisa; su cara ahora huesuda, exacerbaba la envergadura de su sonrisa: sí, era aterradora. Randy envuelto en su pérdida y su tristeza por primera vez en su vida, se dijo a sí mismo: "deja de sonreír y ponte el tapabocas".
Y Randy no volvió a sonreír.
III
Trabajar como cajera en el pequeño abasto de la esquina, podría parecer algo que conllevase una gran fuerza mental y emocional para alguien como Yuleisa. Es lo que ella supone que piensan todas las personas que pasan por su caja y se le quedan mirando. Pero ella está acostumbrada a esas miradas, algunas de compasión, algunas de asco, otras de apoyo, esas caras de 'sigue adelante, tú puedes' son obviamente las únicas que le gusta recordar. A sus 27 años está clara de que su rostro es lo que la separa del mundo, para bien o para mal. Yuleisa tiene una mancha rosada en el costado derecho de su cara, un lunar que cubre la mitad de su mejilla, se extiende hacia sus labios y termina en el mentón. Su mamá siempre hizo lo que pudo por darle la mayor autoconfianza posible, pero en realidad los embates de la pobreza opacaron la mayor parte del tiempo esa supuesta 'terribilidad' de su condición. Su mamá siempre le decía: 'cuando la gente pasa hambre no se fija en las caras'. Eso le dio la posibilidad a Yuleisa de olvidarse de su problema muchas veces. Aún así desarrolló el hábito de taparse la boca con la mano cuando hablaba con alguien de frente. Algunas veces incluso deseó no ser tan blanca, suponía que con una piel más oscura se disimularía mejor la mancha. Y un día llegó una pandemia y todo el mundo fue obligado a usar y tapabocas.
Al principio le dió mucha risa, era como una broma para ella, no creía que fuera real, pero cuando entendió que era en serio que todos debían esconder la mitad de su cara, ella sintió como si se hubiese ganado la lotería, eso que siempre hizo para esconder su vergüenza, ahora era una ley que incluso llevaba a penalizaciones para el que no la cumpliera. Usar un tapabocas la insuflaba de orgullo, le renovó el alma, no salía de su entorno por las restricciones pero como todos la conocían sabía que todos estaban concientes de su estado. A veces sentía una especie de euforia al hablar con la gente, se sentía libre al poder gesticular con ambas manos, en vez de usar una para taparse la boca, hablaba más, mucho más fluído, con un tono ligeramente más alto y mirando directamente a los ojos de las personas. Sentía que había llegado su momento de comerse al mundo. Ya nada la pararía. El tapabocas era su sonrisa millonaria. Comenzó a sentirse como una reina, creía tener el derecho a usarlo mucho más que los demás, pero como era obligatorio para todos empezó a sentir una satisfacción malsana, al ver a los demás molestos, incómodos, acalorados e incluso ahogados por la mascarilla, eso le causaba un gran placer. Podía reírse de los demás como muchos se rieron de ella. Ver a la gente quejarse, protestar y sufrir por tener que usar tapabocas, se estaba volviendo una obsesión, era casi pornográfico, todos sometidos al yugo de esconderse, de sentirse asfixiados, recortadas sus capacidades de comunicación, era como la villana de una mala película de superhéroes, riendo con una risa macabra de los infortunios de los demás. Se convirtió en una de esas personas que le señalaban a los demás con autoridad, su mal uso o falta del tapabocas. Un deleite de malignidad la llenaba cuando salía a la calle y se decía 'ojalá esta pandemia no se acabe nunca'. Hasta que su mamá murió por COVID, porque no pudo conseguir un tanque de oxígeno. La pobreza siempre ganándole a todo.
En el funeral no usó tapabocas, esperaba ser una portadora asintomática y contagiarlos a todos, a pesar de sus mascarillas. Empezó a andar con la cara al descubierto tanto como podía, y peleaba con todo el que la obligara a ponerse el tapabocas, acusándolos de obligarla a esconder su mancha por asco. No le interesaba la enfermedad, se concentraba en el renovado orgullo que sentía por su marca, y la exhibía con el morboso placer de ser una doble amenaza: el rechazo de la gente por la mancha y el miedo a ser contagiosa. Nunca había sentido tanto odio antes, ni siquiera por aquellos que fueron más crueles con ella. De ahora en adelante se complacería en insuflar de miedo y disgusto a todos con su sola presencia y su cara desnuda.
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