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jueves, 20 de octubre de 2022

El Funeral de Romina

Por Sergio Marcano.

Romina tiene 64 años.
Desde hace ya unos tres años, luego de la trágica muerte de su marido en un aparatoso accidente de tránsito en la Autopista Regional del Centro, vive sola en un pequeño apartamento de Altamira.

A veces su hijo Jaime la visita.
Ella le cocina sus platos favoritos, dulces y salados, e incluso otros para que se lleve y comparta con su mujer.
Pero Jaime nunca se queda demasiado tiempo.
Él siempre está apurado y con algo pendiente por resolver.
 
Romina no le dice que se siente sola.
Que está triste, deprimida.
Que no tiene ánimos de leer, de ver televisión, ni de hacer nada.
Que ya ni siquiera quiere cocinar para ella misma.
Y ese abandono se ve sobre todo en las matas del balcón, que luego de cuidarlas por años, se han ido secando una tras otra.
 
Pero Jaime, que siempre ha tenido un talante egocéntrico, está tan concentrado en producir el dinero que los mantiene a flote a todos en la tormentosa economía revolucionaria venezolana que no se da cuenta de nada.
 
 
A veces la vecina del Piso 10 llama a Romina para hablarle de los problemas con sus mascotas.
Otras veces la vecina del Apartamento 315 la visita para contarle las venturas y desventuras de su hijo José Roberto, un ingeniero civil graduado Summa Cum laude en la Universidad Central de Venezuela, que se fue para Perú y ahora trabaja como mesero en un restaurant de comida típica boliviana.
Aunque Romina siempre se muestra amable, conversadora e incluso animada ante las únicas dos personas con quiénes interactúa, estas llamadas y visitas le aburren mortalmente.
 
 
Hoy en día Romina sale lo estrictamente necesario.
Y sus salidas, exclusivamente matutinas, son solo al mercado y a la farmacia más cercanas a su departamento.
Caracas, la ciudad que tanto amó en el pasado, se ha transformado con el paso de los años en un lugar que ella no reconoce y en el cual dejó de sentirse cómoda.
 
 
Una noche, la soledad abrumadora que Romina sentía sobrepasó los límites de lo que podía aguantar anímicamente.
Insomne, como a las 3 de la madrugada, se levantó de su cama sofocada y caminó desesperada por los cuartos, por la sala y la cocina, inhalando y exhalando ansiosamente, sin lograr encontrar el aire que necesitaba para respirar.
 
Fueron momentos desesperantes.
 
Cuando por fin logró calmarse, ya el sol despuntaba por el horizonte, bañando con sus primeros rayos de luz al valle de Caracas.
Ese amanecer, con una lucidez fría, Romina tuvo una reflexión esclarecedora sobre algo que desde hacía varios años era más que evidente:
 
Su vida había dejado de tener propósito. Y ya no tenía más fuerzas para seguir pretendiendo lo contrario.
 
A partir de ese momento, como si de un juego macabro para mantenerse distraída se tratase, Romina comenzó a planificar la logística de su suicidio.
 
La primera interrogante que vino a su mente fue quizás la más obvia de todas: ¿Cómo quitarse la vida de manera indolora?
Y luego de leer distintas opiniones en los más diversos foros, informes forenses, tesis de grado, blogs, etc. que encontró en internet, se decidió por el método que pensaba podría tener más a la mano: un cóctel de antidepresivos, ansiolíticos, pastillas para dormir y alcohol etílico.
 
Llena de curiosidad caminó a la cocina, abrió la alacena donde guardaba las medicinas y comenzó a hacer un inventario de todas las pastillas de ese tipo que tenía en su poder.
 
Eran 27 en total.
 
Sus ojos se llenaron de lágrimas y sintiéndose aliviada suspiró profundamente.
Solo tendría que comprar una botella de un buen vino para poder bajar todo aquello.
 
Mientras guardaba todo lo que no necesitaría de vuelta a la alacena pensó que aún le quedaban muchas interrogantes por resolver. Como ¿A qué funeraria la llevarían?, o si ¿Debería tener un velorio a cuerpo presente?...
 
Esas preguntas le hicieron divagar por horas.
 
¿Era realmente necesario exponer su cadáver de esa manera?, ¿Quién la maquillaría?, ¿Era de buen gusto maquillar un cadáver?
¿En qué tipo de ataúd la colocarían?, ¿De qué color?, ¿De qué tipo de madera?, ¿Debería ser enterrada al lado de su marido?, O por el contrario ¿Ser cremada?
 
Todo un universo de decisiones específicas y complejas que de ninguna manera, ella podía permitir que quedaran al azar.
 
 
En todas las funerarias a las que llamó fueron muy receptivos y la trataron con una amabilidad solemne.
Romina, para no despertar sospechas de ningún tipo, se presentó en cada una de esas llamadas, como la hermana de una enferma de cáncer terminal.
 
El señor Octavio Cordero, representante de la funeraria “Los Jardines de Dios” la hizo sentir especialmente cómoda con su tono de voz suave y la asertividad de sus criterios.
Fue a él a quién Romina terminó contratando para que se encargase de realizar sus servicios fúnebres y con él planificó hasta el último de los detalles.
 
El tipo de flores de las coronas que adornarían la iglesia.
El pasaje bíblico que sería leído en su misa.
La ropa que vestiría en el ataúd.
La suite de Bach que se colocaría de manera casi imperceptible en el velorio y el tipo de comida y de bebidas que se servirían ese día.
 
Todo esto lo pagó ella misma, con lo que quedaba de sus depauperados ahorros.
                                      
Ahora solo quedaba un problema por resolver.
El más difícil de todos los problemas.
¿Quién encontraría su cadáver? y ¿Cómo obtendría un certificado de defunción que encaminase su cuerpo a la funeraria? Porque definitivamente ella preferiría ahorrarle ese dolor a Jaime que ya bastante había tenido con la terrible muerte de su padre.
 
Esto podía detener todos sus planes.
 
Esa noche, justo antes de irse a dormir, su teléfono fijo repicó de manera apremiante.
Con el corazón acelerado y esperando que no fueran malas noticias, Romina se levantó de la cama y contestó aquella llamada inusual que rompía el silencio sepulcral de su departamento.
 
Era el Dr. Salmerón, el padrino de Jaime, que la llamaba para saludarle.
 
Romina captó enseguida que el destino le brindaba en bandeja de plata la oportunidad que estaba esperando; e invitó a cenar Al Dr. Salmerón en su apartamento el día miércoles de la próxima semana.
El Dr. Salmerón aceptó la invitación encantado.
 
Es bueno aclarar a aquellos que leen estas líneas que Romina nunca fue una mujer de componendas, ni de intrigas.
Pero a su edad tenía la experiencia necesaria para entender que en esta vida para casi todo había una primera vez.
 
 
En los días que vinieron a continuación Romina pensó mucho si debía dejarle una nota explicándole todo a su hijo.
Las razones.
Los por qués.
Pero al final prefirió invitarlo a la casa, cocinarle algo especial y despedirse de él en persona.
 
Sin decirle una sola palabra acerca de lo que planificaba.
 
Ese día Jaime se sintió querido como siempre.
 
Ambos rieron y recordaron buenos momentos de su pasado.
A él no se le cruzó por la mente que se trataba de la última vez que vería a su madre con vida.
 
 
Como estaba previsto, el miércoles en la mañana Romina se bañó, se secó el pelo, se maquilló, se puso unas gotas de su perfume preferido, su mejor ropa interior y vistió una elegante bata negra de seda que le había regalado su difunto marido en la noche de bodas; todo esto mientras se tomaba unas copas de vino tinto.
Ya en la cama se encontraba cuidadosamente doblada la ropa que había escogido para que la enterrasen.
 
Con teipe de plomo se aseguró que la puerta de entrada a su departamento quedara entreabierta en espera del Dr. Salmerón.
Y comenzó a escribir una nota en la que se disculpaba con él y le pedía el favor de que emitiese su certificado de defunción por causas naturales; que llamase a funeraria “Los Jardines de Dios” para que se encargaran de todo; y luego, en tercer lugar, fue enfática en ese orden, llamase a Jaime para avisarle de su fallecimiento.
 
Tomó 400 dólares de una gaveta, dobló la nota con el dinero dentro y la colocó dentro de un sobre blanco con el nombre del Dr. escrito en letras grandes.
 
Luego de eso sacó todas las pastillas de sus blíster, se deshizo de las cajas, se sirvió la última copa de vino y con pequeños sorbos se tomó todas y cada una de ellas.
 
Caminó  al balcón, miró al Ávila; y para su sorpresa, allí en la mitad del cielo se encontró con la luna -toda su vida, Romina, fue una enamorada de la luna-
Y le agradeció al astro celeste por todos los buenos momentos que había vivido.
Por haber conocido a su esposo y muy especialmente por haber tenido a su hijo.
 
Luego miró a la ciudad de Caracas y suspiro entristecida, pensando que los últimos 20 años de su vida podían haber sido mucho mejor si la política no hubiese devastado al país completamente.
 
Y tambaleándose más por el efecto del vino, que de las pastillas, caminó a su cuarto, colocó el sobre en la mesa de noche y con parsimonia, acomodó su bata, su cabello y se recostó poniendo ambas manos sobre su pecho.
Poco a poco, de manera pacífica, se quedó dormida.
 
Ya en estado de inconciencia tuvo un paro respiratorio que acabó con su vida.
 
 
Todo salió como ella lo había planificado.
-Incluyendo la breve molestia del Dr. Salmerón al encontrar su cuerpo y leer su nota-
 
Su cadáver, a cuerpo presente, se veía en paz, algunos dijeron que incluso rejuvenecido. 
Su hijo Jaime estaba desconsolado; su  esposa y todos aquellos que asistieron al funeral encontraron la ceremonia emotiva y de muy buen gusto.
 
 
Sobre su tumba en el cementerio del oeste, en una lápida de mármol rosado elegantemente tallada, puede leerse la siguiente inscripción:
 
Dejo atrás un mundo de dolor
y me voy en busca de un reino de paz


3 comentarios:

  1. Qué manera tan digna de mostrar un suicidio.

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  2. La mamá de una amiga mía, se suicidó y también arregló todo el papeleo y médico etc. No dejo nada al azar tampoco. Lo malo fue que una de las hijas fue la que la encontró. Pensaba que me iba a encontrar con que la visita del médico era para hablar de la enfermedad del hijo y ella cambiaba sus planes para ayudar a mejorar a su hijo

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