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jueves, 26 de enero de 2023

Intemperie

Por Sergio Marcano

Mariano tiene 66 años.
Toda su vida laboral la ejerció como trabajador administrativo de LUZ (La Universidad del Zulia).

Pero hace seis meses, harto de una confrontación estéril con la subdirectora de la Facultad de Humanidades, la licenciada Romina Heredia –quién, podríamos afirmar con certeza, luego de 9 años en el cargo se había vuelto déspota e indolente–, Mariano decidió redactar y entregar su carta de jubilación.

Seguramente, si las circunstancias hubiesen sido otras, si hubiese habido elecciones de autoridades universitarias en los tiempos correspondientes, aún hoy seguiría ejerciendo su cargo y asistiría a la universidad a trabajar todos los días.


La universidad siempre había sido un lugar importante para Mariano.
Allí había estudiado su carrera, su postgrado; había conocido a su mujer, trabajado 26 años y más recientemente había visto a su hija graduarse como profesional de la docencia.

¿Cómo no tener un compromiso intelectual e incluso sentimental con la institución?, ¿Con esos espacios tan especiales y tan llenos de recuerdos?

Pero Mariano estaba claro que lo más importante para él, en este momento de su vida, era su paz mental; su necesidad de estar tranquilo y libre de preocupaciones.

Mucho más ahora que la universidad estaba, como estaba, por lo que Mariano creía firmemente era la mal intencionada gestión del Ministerio de Educación.



Mariano siempre fue de verbo y sonrisa fácil, de humor sencillo pero punzante; un seguidor empedernido de las Águilas del Zulia y de octubre a diciembre  un entusiasta cantante de gaitas.

Un hombre con posturas políticas siempre controvertidas, porque era demasiado opositor para ser oficialista y demasiado oficialista para ser opositor. Para él, ninguno de los políticos de izquierda o de derecha criollos tuvo nunca la razón al 100%.

Y todo en el presente parecía darle la razón, ya que luego de 20 años de revolución casi habían desaparecido los servicios públicos, el sueldo mínimo de los trabajadores no llegaba a 7 dólares mensuales y la pobreza ahora era endémica a nivel nacional; un período en el que la oposición seguía siendo incapaz de sobreponerse a sus egos y apetencias personales para articularse en su conjunto, capitalizar el descontento social y dar un paso coherente o efectivo en contra de quiénes ejercían el poder.

Y es por eso que para él todo, absolutamente todo, en el campo político, estaba perdido.


 
Luego de su jubilación Mariano tenía mucho tiempo libre para dedicarse a pintar, un hobby para el que nunca había encontrado un momento, pero ya frente al lienzo siempre buscaba una excusa para no hacerlo y más bien se iba a dar una vuelta a la universidad.

Y cada vez que llegaba al campus universitario su camino estaba lleno de abrazos, apretones de mano y palabras amistosas, de vigilantes, obreros, bedeles, secretarias, profesores e incluso un nutrido grupo de estudiantes de diferentes carreras y semestres.

¿Cómo mantenerse apartado de aquel sólido grupo de amigos y conocidos que le apreciaban y le tenían en la mejor estima?

Pero lamentablemente, en una de estas visitas, en una conversación cualquiera de pasillo, sin siquiera darse cuenta, Mariano se contagió de covid.

Y aunque Mariano estaba vacunado contra la enfermedad, el virus le enfermó con severidad.

En una época cualquiera, con su sueldo de trabajador universitario, Mariano habría podido ir al médico a atenderse; entrar a cualquier farmacia y comprar acetaminofén para el dolor de cabeza, la fiebre, algún medicamento para el malestar estomacal, para la tos, todo lo que hubiese hecho falta para curarse; o quizás, hubiese asistido a atenderse a las clínicas afiliadas al seguro universitario.

Pero en este presente aciago, a tan solo tres días de haber cobrado su quincena y la de su esposa, el poco dinero que habían recibido, a cambio de todos los años de dedicación, compromiso y servicio, se había esfumado en la compra de un poco de comida; mientras que el seguro médico de la universidad era una entelequia; un elefante blanco, incapaz de dar respuestas concretas a sus asociados.



Mariano, que toda su vida había sido un hombre sano, no sabía como reaccionar ante una enfermedad que tuviese que curarse sin ningún tipo de medicamentos.

La primera tarde, con un dolor de cabeza implacable, caminó por su casa de extremo a extremo tratando de calmarse.
Y mientras estaba en movimiento el dolor parecía aminorarse.
Pero a penas se sentaba, o se acostaba, oleadas de dolor punzante le recorrían el cráneo una y otra vez.

Al tercer día, un fuerte malestar estomacal y una fiebre de 40 grados, que no se bajaba con paños de agua fría, se le sumó al dolor de cabeza.

Mariano pensó que perdería la razón.

Yasmila, que también se había contagiado de covid, pero no con la misma virulencia que Mariano, estaba preocupada porque nunca, en todos los años que llevaban juntos, le había visto tan enfermo como ahora.

Así que, sin que lo supiera Mariano, a pesar de que toda su vida había evitado pedir dinero prestado, tomó la decisión de llamar a su compadre Eduardo y pedir su auxilio económico.

Pero su compadre estaba lejos de poder ayudarla, porque su pequeño negocio de comida callejera había quebrado en medio de la rigurosa cuarentena que trajo consigo la pandemia; y al igual que ella, también estaba en la carraplana.



Un poco después de la media noche del quinto día de enfermedad, Mariano caminó al baño a tientas, por el racionamiento de electricidad en la zona, y sobre un lavamanos sin agua comenzó a toser de manera compulsiva.

Para su sorpresa, luego de expulsar todo el aire de sus pulmones estos se paralizaron.
Y a pesar de sus intentos por dar bocanadas de aire, para recuperar el aliento, sus pulmones no respondieron.

En esos segundos que se hicieron eternos, asfixiado, nervioso, necesitando aire con desesperación, Mariano percibió con claridad la fragilidad de su existencia.

Entonces, de manera instintiva, golpeó su pecho con ambos puños una y otra vez.

Y con cada golpe que dio a sus pulmones estos comenzaron a reaccionar hasta que echaron a andar nuevamente.

Allí, entre las sombras, con una lucidez fría, dando bocanadas de aire cada vez más profundas, todas sus preocupaciones cotidianas se pusieron en perspectiva.

Estaba más que claro que en cualquier momento se iría de este mundo, tal y como había llegado: solo y con las manos vacías.

De regreso al cuarto, sintiéndose vulnerable, se acercó a Yasmila, le paso la mano por el rostro mirándola con cariño, la besó en la frente y la abrazó con fuerza.
Había tenido tanta suerte de encontrarla en su camino, de compartir estos años de su vida con ella.

Entonces con el ritmo pausado que le permitía su aliento entrecortado le contó lo que le había sucedido.

Asustada por lo que oía, ella le abrazó una vez más.

Y Mariano, con la misma seriedad trascendental con la que hablan algunos iluminados luego de una revelación; le dijo que, si llegaba a pasarle algo, vendiera la casa sin importar el precio y se fuera a Caracas a vivir con su hija Marielba.

Yasmila le pidió que no dijera esas cosas ni en juego.

Pero él no estaba jugando.



Aunque Mariano trató de evitar toser, la flema en sus pulmones se lo hizo imposible y como a las tres de la mañana de esa larga noche, una tos fuerte, casi convulsiva, volvió a paralizarle los pulmones dejándole sin aliento; pero Yasmila, que no podía dormir llena de preocupación, saltó de la cama y le golpeó los pulmones con fuerza por la espalda, haciéndole recuperar una vez más la respiración.

En ese mismo momento Yasmila con actitud firme le obligó a vestirse e ir a un centro de salud pública.

Como el carro llevaba ya unos años parado por falta de repuestos, no tenían dinero para pagar un taxi y el trasporte público no circulaba después de las 5 de la tarde, a ambos les tocó caminar unas nueve cuadras atravesando calles y avenidas sin luz eléctrica.

A mitad de camino, Cansado, asfixiado por el esfuerzo, Mariano pensó que el Maracaibo triste, silencioso y sucio que atravesaban no se parecía en nada al Maracaibo que recordaba de su infancia.

Solo la inmensidad del cielo parecía no haber cambiado; la cantidad de estrellas que brillaban por sobre su cabeza.


A su lado, muy cerca de él, Yasmila le agarraba la mano derecha tan fuerte como cuando acababan de conocerse.



En la carpa que el centro de salud había dispuesto para los enfermos respiratorios habían unas setenta personas de diferentes edades esperando su turno para ser atendidas.
Madres con niños en brazos, ancianos, adolescentes, cuarentones.

En el lugar no estaban realizando pruebas PCR; lo que hizo suponer a Mariano la verdadera razón por la que las cifras de covid del Estado y del país, eran tan reducidas.

Luego de una larga espera, cuando finalmente llegó el turno de Mariano para ser atendido; flanqueado por una embarazada y un adolescente, que estaban siendo nebulizados; le contó a la joven doctora sobre todos los padecimientos de los últimos días y los dos episodios de parálisis pulmonar.
La doctora, le pidió que se quitara la camisa y procedió a escuchar sus pulmones con un estetoscopio.

Según su apreciación, Mariano tenía los pulmones limpios.
 
Luego de sentarse detrás de un escritorio metálico, la doctora garabateó mecánicamente una orden médica para una hematología completa, que descartara una infección pulmonar, y varios medicamentos.

Antes de despedirles con una mezcla de cansancio y amabilidad forzada les sugirió que fueran a un hospital cercano a la zona.



En el hospital la enfermera de turno les dijo que allí no había ni agua para lavarse las manos, mucho menos insumos para hacer hematologías, ni medicamentos para dar a los pacientes.

Mariano y Yasmila salieron de allí decepcionados, y en silencio emprendieron el largo regreso a casa.

A mitad de camino, cuando pasaban por frente de la clínica de una alcaldía, Mariano tuvo el impulso de entrar y preguntar el precio de una hematología.

Solo por curiosidad.

En la recepción un militar de unos 30 años le miró con cara de pocos amigos y con tono despótico, le dijo que en ese lugar no se hacían exámenes a todo público, sino solamente a los trabajadores de la alcaldía y sus familiares.

Mariano se sintió humillado.

Pensó que ese lugar, como tantos otros de su tipo, estaban diseñados para proporcionar bienestar solo a un pequeño grupo de privilegiados con los que el gobierno quería estar congraciado.
Un pequeño grupo en los que un anciano jubilado como él o su mujer, definitivamente no estaban incluidos.

Saliendo del lugar, Mariano decidió cambiar de actitud.
Aferrarse a las palabras de la joven doctora: sus pulmones estaban limpios.

¡Y es que no podía ser de otra forma!

Él no podía estar mal.
Bajo ninguna circunstancia podía dejar a Yasmila sola y a su suerte.



Ya en la cocina de su casa, aún sin electricidad; nerviosa y con lágrimas en los ojos, Yasmila preparó a Mariano una infusión con media cebolla rallada y tres hojas de una mata de orégano orejón que crecía en un contenedor en el alfeizar de la ventana.

Aunque se había mostrado con aplomo hasta ese momento, la verdad era que estaba aterrada ante la posibilidad de perder a Mariano por esta enfermedad, que al menos a tres de sus conocidos se había llevado ya.



Sentado en la cama de la habitación, con un frío antinatural calándole los huesos, Mariano se tomó aquella desagradable infusión y se recostó con la intención de conciliar el sueño.

A la expectativa de que cualquier cosa pudiera suceder, Yasmila se acostó al lado de Mariano y le abrazó con fuerza.

Poco a poco, sintiéndose protegido como cuando era un niño, Mariano se quedó dormido.
 
Agotada por el cansancio, pero incapaz de conciliar el sueño, Yasmila pidió con fervor a la Chinita y a los elementales del relámpago del Catatumbo, que no dejaran morir a Mariano.

2 comentarios:

  1. Tristisima realidad de los jubilados de nuestras universidades. Brutal el encuentro cercano con la muerte a través del COVID.

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