Por Sergio Marcano
Yuleima Salazar (23) es la viuda de Xavier Alejandro Montiel, un mototaxista al que unos asaltantes le quitaron la vida frente a su casa para robarle la moto.
Aunque desde ese mismo momento Yuleima tuvo el apoyo y la ayuda incondicional de su familia, e incluso de la familia de su esposo, para alimentar a sus dos hijos y al que viene en camino (Yuleima en este momento tiene seis meses de embarazo) su situación económica y mental no está en su mejor momento.
A un poco más de cuatro meses de lo sucedido,
ella seguía en estado de shock;
tratando de asimilar que él ya no estaba.
Que lo había enterrado en el Cementerio del Sur.
Escuchando una y otra vez en su mente el eco de los cuatro disparos que le habían quitado la vida.
De lo rezos de su velorio.
Xavier no era solo el padre de sus hijos,
era su compañero;
el hombre con quién había construido su presente día tras día, con quién había tejido planes para el futuro de ella y de sus hijos.
El único hombre al que ella había querido genuinamente;
La mañana del 24 de Diciembre, de ese extraño segundo año de pandemia, Yuleima se despertó con un frío inusual en los huesos;
con una abrumadora sensación de frustración y de tristeza;
y aunque toda su vida fue una entusiasta de la navidad, ese día,
acostada en su cama, sin deseos de levantarse,
deseo que fuera Enero, Febrero, cualquier otro momento para no tener que ver a nadie,
para no tener que asistir a ninguna reunión familiar…
Sus dos hijos ya llevaban rato despiertos, sentados frente al televisor.
Yuleima se sentó en la cama y de pronto escuchó que tocaban la puerta del rancho.
Se paró haciendo un esfuerzo, pensando que la niña que llevaba en el vientre se ponía cada vez más pesada.
Se ordenó un poco los cabellos, se arregló un poco la ropa con la que había dormido, caminó hacia la puerta y la abrió.
Eran su hermana Lisandra (19) y su vecina y comadre Yorelis (26) una de cuatro y la otra de tres meses de embarazo,
Ambas con sus hijos en los brazos y agarrados de las manos.
Como habían acordado la noche anterior, ellas venían a buscarla para ir con ella a la Avenida Solano en Chacaíto.
Desanimada, aún adormilada, Yuleima les dijo que no, que mejor lo dejaran para otro día, porque no tenia ánimos de salir.
Pero Lisandra y Yorelis no estaban dispuestas a aceptar un no por respuesta;
la apartaron de la puerta, se metieron en el rancho,
eligieron su ropa, le ayudaron a cambiarse, a calzarse,
le lavaron la cara, la peinaron
y lo mismo con sus hijos.
A Yuleima no le quedó más remedio que dejarse llevar por la corriente de energía de las dos mujeres.
Y solo 20 minutos después las tres madres, con sus todos sus niños, salían del barrio rumbo a la Avenida Francisco de Solano en Chacaíto.
En el largo viaje, Yuleima que seguía desanimada, comenzó a pensar que quizás, no era una mala idea salir un rato a la calle, respirar un aire distinto,
ver gente diferente,
gente que no la conociera,
que no supiera nada de ella.
…
Al salir del metro de Chacaíto, lo primero que hizo Yorelis fue llevar a sus dos amigas a “La Rosita” una panadería.
Y en la plaza de las Delicias, ya muy cerca del lugar, Yorelis les pidió a Yuleima y a Lisandra que se sentaran un momento en un banco y la esperaran;
entonces, con sus hijos de las manos, la mujer caminó a la panadería y se paró en la entrada/salida del establecimiento.
Solo un par de minutos después, se le acercó de manera franca a una anciana italiana que salía de la panaderia con al menos 6 panes campesinos en una gran bolsa de papel.
Yorelis: ¿Sra. me puede regalar un pedazo de pan? Es para darles a mis hijos.
La anciana italiana miró a Yorelis sorprendida,
pero sintiendo una empatía instantánea por sus los dos niños y el embarazo de la mujer,
sacó un pan campesino de la bolsa y se lo regaló.
Yorelis agarró el pan y le sonrió agradecida a la mujer.
Yorelis: Dios me la bendiga mi doña.
Un hombre de bigotes, que salía detrás de la anciana italiana, también se compadeció de ella y le regaló un pan campesino.
Yorelis: Gracias. ¡Qué Dios le dé el doble!
Parada allí mismo Yorelis picó un pedazo de pan para cada uno de sus dos hijos.
Ambos niños agarraron el pan y lo masticaron con apetito; mientras Yorelis guardaba el otro pan dentro de una bolsa en su cartera; esto para compartirlo más tarde con su abuela Francisca, que no había podido acompañarla el día de hoy, porque estaba enferma en el rancho.
Lisandra fue la segunda en intentarlo.
Y fue un hombre con una chemise roja de PDVSA quién le regaló dos panes campesinos de manera solidaria y despreocupada.
Ella le agradeció emocionada y con efusividad.
Lisandra: ¡Que Dios se lo pague! ¡Que Dios le de mucha salud!
Ya en la plaza, repartiendo el pan con sus hijos y sus sobrinos, Lisandra le preguntó a su hermana si no se quería ir a pedir un pan a la panadería.
Pero Yuleima,
desanimada,
negó con la cabeza.
Llena de energía, caminando apresuradamente, como siempre, Yorelis se le acercó a las dos mujeres y les dijo que era hora de irse.
Y las llevó hasta una esquina, comenzando la Avenida Solano.
En la puerta de un Banco clausurado colgó su cartera;
tomó una escoba que estaba recostada de la reja y comenzó a pasarla por la acera, como si estuviera en la sala de su rancho.
Una vez que apartó unas hojas secas, unos papeles grasientos y una botella de Coca-Cola hasta el desagüe; sacó unos cartones que tenia gaurdados entre las rejas del banco y los colocó en el suelo.
Allí acostó a José (3), su hijo más pequeño, que desde que salió de la casa había estado cabeceándose del sueño.
El niño cayó rendido inmediatamente.
Yuleima y Lisandra colocaron sus carteras también en la puerta del banco;
y Lisandra, que tenía los brazos cansados, también acostó a su hija Yeraldin (2) en el cartón.
Las tres mujeres se sentaron en la acera.
Yorelis agarró de la mano a Miliaris (5) la hija de Yuleima y comenzó a recogerle los cabellos y poco a poco a hacerle una crineja.
Sin chistar, la niña se sentó pacientemente entre las piernas de su madrina.
Pero Yorman, el otro hijo de Yuleima, desde que llegó estaba intranquilo,
porque no quería estar allí,
porque él quería estar viendo la televisión…
Pero luego de un grito amenazante de su tía, Yorman se quedó tranquilo y comenzó a jugar con un carro sobre la acera.
La mañana transcurrió con lentitud, no hacia ni frío, ni calor y el sol brillaba fuerte en el cielo despejado.
Otras mujeres, e incluso otros hombres con hijos caminaron por allí, buscando donde sentarse,
pero Yorelis les dejó bien claro que allí no podían estar,
porque ese era su puesto.
Y aunque hubiese sido muy fácil argumentarle a la mujer que la calle era de todos,
ninguno de los caminantes le llevó la contraria y todos sin excepción siguieron su camino sin chistar.
Poco a poco toda la avenida se llenó de un nutrido grupo de personas,
hombres mujeres, niños, ancianos,
todos sentados en la acera,
todos esperando.
Yuleima miraba a la gente llena de curiosidad,
¿Qué era todo aquello?
¿De donde venía toda esta gente?
¿Qué estaban haciendo allí?
De pronto un camión con un altavoz, explicando como evitar el contagio del COVID, irrumpió en la avenida terminando con el silencio circundante.
Mantenga la distancia.
Lávese las manos con abundante agua y jabón,
Use alcohol y cloro para limpiar las superficies…
Yuleima pensó que llevaba ya dos años escuchando esos consejos y recomendaciones,
pero ella nunca tenía agua en el rancho,
y la plata a lo mejor le alcanzaba para comprarse un jabón de vez en cuando,
pero nada de alcohol o de cloro…
Como a las 11 de la mañana Yorman tuvo ganas de hacer pupú y así se lo hizo saber a su madre.
Yorelis se levantó del suelo y lo llevó a él y a Yuleima detrás de un muro, justo al frente de un alquiler de lavadoras y secadoras, que ese día estaba cerrado.
Sin remilgos de ningún tipo Yorman se bajo los pantalones se agachó en cuclillas orinó y defecó en el suelo.
Luego de corroborar que la calle estaba vacía, Yuleima aprovechó también; se bajó las pantaletas, se puso en cuclillas y orinó.
En silencio, una mujer de la tercera edad los miraba sorprendida desde un balcón en el segundo piso del edificio frente a la lavandería.
Pero ni Yuleima ni Yorman notaron su presencia.
Como a la una de la tarde, los 5 niños, de las 3 mujeres, jugaban los unos con los otros tranquilamente en la acera con una pelota y con unas muñecas destartaladas.
Felices de compartir con otros niños,
de no estar encerrados.
Aunque ese día por la Solano pasaban pocos vehículos, Yorelis tenía los ojos fijos en el inicio de la avenida,
pendiente de cualquier movimiento.
Mientras que Lisandra trataba de animar a su hermana conversándole sobre su esposo Raúl que se acababa de ir para el Perú.
Yuleima la miraba sin decir una palabra,
pensando que si Raúl fuese tan buen hombre como creía su hermana, ella no tendría que estar en la calle “resolviendo”.
De pronto, un Caprice azul que salió del Centro Comercial Chacaíto se acercó a las mujeres y les regaló una mano de cambúr.
Yorelis se levantó a recibirla.
Y le agradeció al conductor.
Luego de ser llamados cada uno por su nombre, todos los niños recibieron un cambúr.
También hubo uno para cada una de las tres mujeres y quedó incluso uno para que Yorelis le llevara a su tía Francisca.
Unas mujeres en la acera del frente miraban “a las preñaditas” comerse los cambures con hambre y con envidia.
Pero Yorelis no le prestó atención a las habladurías de aquella mujer desagradable y luego de recoger las conchas de todos los cambures y de guardarlas en una bolsa se sentó en la acera a descansar, porque el niño en su barriga estaba dando patadas intranquilo.
Aunque su hermana no paraba de hablar,
Yuleima estaba abstraída en su mente,
rememorando la última
conversación que había tenido con Xavier Alejandro antes de salir de la casa.
Y repentinamente los ojos se le llenaron de lágrimas.
Para que Lisandra no la viera llorar, Yuleima se levantó y caminó a donde estaba su cartera.
Se secó las lagrimas y tomó un sorbo de agua de una botella.
Por un momento se quedó mirando a sus hijos jugando en la acera.
Y por primera vez pensó que tenía que dejar ir esa tristeza.
Como a la una de
la tarde una camioneta blanca entró a la Solano; y avanzando lentamente, pero sin
detenerse, dos hombres en la parte de atrás comenzaron a entregar cajas de
polietileno con comida a todos los que estaban en la cuadra.
Los más avispados, se arremolinaron siguiendo al carro en medio de la calle
para agarrar más de una.
Una mujer con tres cajas en las manos gritó emocionada y a toda voz:
¡Que viva Chávez nojoda!
Esto sin darse cuenta de que los que entregaban las cajas de comida eran de “Sentir Popular” un partido que había roto con el chavismo y ahora era de oposición.
Sin moverse de la acera Yorelis, Lisandra y Yuleima, recibieron tres cajas cada una.
Lisandra y Yorelis y todos los niños comieron allí mismo sentados en el suelo;
una presa de pollo,
plátano frito
y una montaña de arroz blanco.
Yuleima, que no tenía hambre, solo comió un poco de las sobras de pollo que dejaron sus hijos.
Y guardó la tercera caja para llevarla a su vecina, la Sra. Petronila;
una mujer que vivía sola y que según sus cálculos debería tener unos 80 años.
Como a las tres de la tarde, otra camioneta pasó por la zona, esta vez entregando juguetes para todos los niños presentes.
Muñecas de plástico, carros y bates con pelotas de plástico.
Todos los niños se apretujaron los unos con los otros para recibir los regalos.
La gente corrió hacia el camión desde todas las direcciones.
Solo unos minutos después,
con todos los niños jugando en la acera,
la Avenida Francisco Solano se llenó de gritos,
de risas,
de vida por primera vez desde la llegada de la pandemia.
Al menos eso pensó un hombre delgado y solitario que fumaba un cigarrillo, mirando a la avenida desde su balcón en una de las torres de Sans Souci.
El camión con el altavoz, paso una vez más por la avenida explicando como
evitar el contagio del COVID.
Mantenga la distancia.
Lávese las manos con abundante agua y jabón,
Use alcohol y cloro para limpiar las superficies…
Cansadas,
ya como a las cinco de la tarde,
las tres mujeres agarraron sus carteras, las manos de sus hijos y emprendieron el camino de regreso al barrio.
Antes de entrar al metro Lisandra le preguntó a Yorelis cuando volvería para acá.
Y ella le aseguró que mañana 25 era un buen día para volver.
Las dos mujeres se miraron con complicidad por unos segundos y acordaron que mañana las 8 saldrían del barrio una vez más.
Ya entrada la noche,
con sus hijos abrazados a sus nuevos juguetes,
dormidos en la cama,
Yuleima sacó una caja de un closet, la coloco sobre la cama con cuidado y la abrió.
Adentro estaba un pequeño arbolito navideño.
Lo sacó con cuidado,
abrió todas sus ramas,
lo puso en la mesa del televisor y comenzó a decorarlo con los adornos de colores que también estaban guardados dentro de la caja del arbolito.
Mientras lo hacía Yuleima pensó que irse a la Solano mañana en la mañana era mejor opción que quedarse deprimida en el rancho todo el día esperando a que su familia y el niño Jesús le resolviera.
Desde mañana las cosas tenían que ser distintas.
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