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jueves, 31 de agosto de 2023

Solo un momento. PARTE III. El Playlist.

Por Sergio Marcano.

Mientras veía a su prima Graciela y a su tía, una mujer de 80 años, adentrarse en la zona de embarque del aeropuerto internacional de Maiquetía, Mario tuvo la sensación inequívoca de que se quedaba solo en Venezuela.

 

En la vía de vuelta a Caracas,

triste y amargado, en el carro de Carmelo, el novio de su prima,

mirando el desfile de vallas publicitarias del Gobierno a los lados del camino,

Mario pensó que el único y verdadero gran logro de la revolución bolivariana era el de haber sacado a más de 8 millones de connacionales fuera de nuestras fronteras.

Incluso Carmelo, que no era un hombre de muchas luces, estuvo de acuerdo de manera visceral;

por lo que contó, a él también le había tocado despedirse de muchos de sus familiares y amigos.  

 

 

Caracas ese día lucía más sucia que de costumbre,

con montañas de basura desperdigadas en casi todas las esquinas.

 

Cerca de una estación del metro Mario bajó del carro de Carmelo y descendió al subterráneo.

Luego de esperar, por unos 20 minutos, en una estación calurosa, poco iluminada y hedionda a orine; subió a un tren abarrotado de gente y sin aire acondicionado.

 

El viaje de solo cinco estaciones se le hizo interminable.

 

Cuando finalmente emergió del subterráneo, tomó bocanadas de aire fresco tratando de recuperarse del sofoco.

 

La acera estaba repleta de vendedores callejeros y la mitad de las tiendas estaban cerradas; los únicos negocios que sobrevivían eran los que vendían comida;

Cada vez que pasaba por allí, Mario pensaba en lo absurdo que era que una tienda de zapatos o de jeans, vendiera ahora huevos, vegetales o harina de maíz. 

 

Pero así estábamos…

En modo de supervivencia.

 

Caracas ya no era ni la sombra de la ciudad vital que había sido hace 20 años.

Ahora un ritmo de cadencia lenta, parecía haberse apoderado de todo.

 

Era como si la certeza del futuro se hubiese escapado de la cotidianidad,

como si solo quedase un presente infinito.

 

Luego de mirar a los lados con cierta paranoia, Mario entró a su edificio,

subió por las escaleras hasta el tercer piso y se encerró en su apartamento.

 

Se descalzó, se lavó las manos, caminó a la cocina y comenzó a ordenar la comida que su prima y su tía le habían dejado solo unas horas antes;

algunas pastas, harinas de maíz, harinas de trigo, aceite, atunes.

Casi todo lo metió en una caja para llevarlo luego a casa de su hija;

solo se quedó con lo que estaba abierto y con lo que ya estaba preparado.

 

Últimamente Mario estaba tan desanimado que no tenía ánimos de cocinar, ni de comer.

Era por eso que estaba tan delgado.

 

Se sentó en su escritorio y comenzó a evaluar una pila de ensayos de sus estudiantes.

De un momento a otro se le hizo de noche y se acostó.

 

Acalorado,

inmerso en una nube de zancudos,

pensando en todos sus problemas económicos;

en que ya no quedaba nadie de su familia en la ciudad,

Mario no logró conciliar el sueño.

 

Pero se obligó a quedarse acostado,

tratando de relajarse y descansar.

 

 

A penas el día siguiente comenzó a aclarar, se levantó de la cama cansado,

caminó al baño, se afeitó y se bañó con el agua de un pequeño contenedor.

 

Cuando terminaba de vestirse, para salir e irse a dar clases;

su teléfono comenzó a repicar.

Con el corazón acelerado,

Pensando que podía tratarse de una emergencia de su mujer o de su hija, Mario corrió a atender aquella llamada inusual.

 

Pero no, no era nada de eso;

era Contreras,

Mario resopló un poco contrariado;

¿Qué podía querer el ex policía a aquella hora de la mañana?

luego de unos segundos mirando al teléfono, respondió;

 

le escucho decir, que estaba frente a su edificio,

Mario caminó al balcón y se asomó a la calle;

 

Allí estaba Contreras montado en una moto negra;

se quitó el casco y le hizo una seña.

 

Mario cortó la comunicación, recogió los trabajos corregidos sobre su escritorio, los metió en su bolso de cuero negro y salió del departamento.

 

 

A Contreras se le dibujó una sonrisa en los labios al ver a Mario abrir la puerta del edificio.

Pensó que había algo definitivamente cautivador en aquel aire descuidado, en el pelo mojado y ensortijado, en la camisa sin planchar, en sus lentes colgados sobre el pecho y en ese maletín gastado lleno de libros y papeles.

 

¿En qué momento se había vuelto tan maricón?

Se cuestionó a sí mismo, lleno de homofobia:

 

Y la sonrisa se borró de sus labios.

 

 

Ya cerca de él, Mario percibió aquella fragancia agradable que caracterizaba a Contreras, pero esta vez con toda la fuerza y el vigor de la mañana.

 

Mario: ¿Qué haces aquí?

 

Le preguntó.

 

Contreras:  Vine a traerte esto.

 

Metió las manos en el bolsillo de la chaqueta y le entrego un pequeño reproductor mp3, con los audífonos enrollados sobre el aparato.

 

Mario: ¿Qué es esto?

Contreras: Un playlist que hice para tí.

Mario: ¿Los playlists no pasaron de moda en los 90?

 

Contreras: ¿Quién dice?

 

Mario se encogió de hombros con cierta indiferencia.

 

Contreras: Voy a estar 4 días fuera de Caracas.

¿Tienes chance de que nos veamos el viernes en la noche?

 

Mario: A lo mejor…

Si no me mudan a una celda tus amigos de la BICRIN.

 

Contreras encendió la moto e hizo rugir el motor.

Se puso el casco una vez más.

 

Contreras: Te llamo cuando regrese.

 

Mario lo miró alejarse por la calle.

 

 

Contreras salió de Caracas a toda velocidad.

Adelantándose con pericia entre carros y autobuses.

 

En el estacionamiento de un pequeño aeropuerto a las afueras de la ciudad se estacionó.
Se quitó el casco, la chaqueta y caminó al interior con paso firme.

 

Allí estaban al menos 6 de sus conocidos más cercanos de la BICRIN.

Alan, Fernando, Ramírez, Héctor, Carrillo y Camacho; su némesis y mejor amigo desde que se conocieron en la academia.

 

Un grupo de hombres con los que había vivido buenos y malos momentos.

Situaciones legales e ilegales de todo tipo.

Cosas de las que el mismo Contreras no se sentía orgulloso.

 

Por eso Contreras evitaba encontrarse con ellos socialmente,

pero siempre que podía asistía a estas jornadas especiales de entrenamiento.

 

Todos se alegraron al verlo llegar.

Le estrecharon las manos e incluso le abrazaron con cariño.

Contreras era un personaje al que todos apreciaban, por su valentía en los operativos y por la actitud positiva que le caracterizaba.

 

Luego del protocolo oficial necesario, todos los agentes y ex agentes de la BICRIN presentes se pusieron unos paracaídas que estaban colocados en unas mesas y abordaron un pequeño avión.

 

Unos 20 minutos después de despegar, Contreras fue el quinto en lanzarse al vacío.

 

Y como si fuese un niño jugueteó en el aire,

planeó,

dió volteretas;

entregado totalmente al disfrute de ese torrente de adrenalina y endorfinas que se apoderaba de su cuerpo en la caída.

 

Ya en el suelo,

recogiendo su paracaídas en una zona desértica,

Contreras se sentía lleno de energía.

Renovado de alguna manera.

 

Luego, en caravana, Contreras siguió a todos los carros y las motos a través de una zona montañosa, primero por una carretera solitaria y después por un largo camino de tierra que los condujo a un descampado.

 

En el fondo del lugar habían varias dianas con círculos concéntricos,

una mesa con armas de distintos calibre y cargadores;

y en un extremo, un cuadrilátero para realizar ejercicios de combate cuerpo a cuerpo.

 

La mañana pasó rápidamente, conversando, tomando turnos para practicar su puntería y finalmente subiendo al cuadrilátero.

 

Contreras y Camacho fueron de los primeros en pelear.

Amigablemente, pero dándose duro y sin ambages.

De esa pelea Contreras salió con un ojo morado y Camacho con la comisura de la boca rota.

 

Ese día de principio a fin,

a pesar de todas las contradicciones,

Contreras volvió a ser uno más en la manada de machos alfa

y se sumó al coro tóxico;

machista,

misógino,

clasista,

racista

y homofóbico, que se respiraba en la BICRIN.

 

 

En medio de la calle, mientras caminaba a la parada de autobuses, Mario desenredó los audífonos y se los puso en los oídos; pensando que en 20 años nadie le había hecho un playlist.

 

Luego de dar play al pequeño aparato comenzó a sonar “It’s oh so quiet” de Bjork, una canción que Mario no escuchaba desde que dejó de sonar en la radio un poco después del inicio de este siglo.

Y la letra le sacó una sonrisa.

 

Justo después, mientras subía al autobús, comenzó a sonar “El Plebeyo” de Fernando Fernández; una canción que Mario nunca había escuchado.

La historia de un hombre humilde enamorado de una aristócrata,

un rebelde que clama desesperado por la igualdad en el amor;

una canción particular, de otra época,

luego “Satellite” de Smash Mouth y “Only wanna be with you” de Hootie and the Blowfish.

 

Mario estaba tan distraído escuchando música que se pasó cuatro cuadras del liceo y tuvo que correr calle abajo para llegar a tiempo al salón de clases.

 

Esa mañana los estudiantes estaban intranquilos.

Pero Mario, con su sentido del humor, con sus gestos exagerados, con su energía,

logró hacerlos interesarse por la narrativa de 100 años de Soledad de Gabriel García Márquez.

 

Dió clases a las secciones habituales;

regañó a los mal portados de siempre

y la mañana pasó con rapidez.

 

 

Al medio día asistió a una asamblea de profesores.

Allí los ánimos estaban caldeados desde el principio.

Y aunque había un orden de palabra, los profesores intervenían desordenadamente tratando de expresar su malestar.

 

PROF. EDUARDO: ¡Quieren que nos muramos de hambre!

 

PROF. BETSAYDA: ¡Hay que volver a la calle!

Si la calle se enfría perdemos nuestra dignidad.

¡Y esa no se negocia!

 

PROF. LUIS RAMÓN: Ya nos dijeron que no había presupuesto por el bloqueo.

                       

PROF. REINALDO: ¡Cínicos!

 

PROF. EDUARDO: ¡¡Aquí no hay ningún bloqueo, aquí lo que hay es un saqueo!!

 

PROF. REINALDO: Todos esos desgraciados se mueven con escoltas,

en camionetas último modelo.

 

MARIO: ¡Coños de madre! ¡Sociópatas!

¡Y nosotros jodidos y muriéndonos de hambre!

 

PROF. LILIANA: ¡Apátridas! ¡¡Eso es lo que son!!

 

Finalmente, todos los presentes acordaron que comenzarían a hacer un paro escalonado.

Primero de un día, después de una semana y luego de quince días;

hasta que obtuvieran alguna respuesta.

 

Mario salió de la asamblea con la cabeza caliente y el tiempo justo para irse al otro liceo a dar su siguiente tanda de clases.

Se calzó los audífonos de Contreras en los oídos, caminó a la calle y se subió al primer autobús que pasó.

Esta vez lo primero que sonó fue “La Plata” de Juanes & Lalo Ebratt.

Mario nunca había escuchado esa canción.

La letra le trajo a la memoria la borrachera de Puerto Cabello y una oleada de vergüenza le subió el color a la cara;

luego sonaron “Ain’t that a kick in the head” de Dean Martin yAh ah - O no” de Héctor Lavoe.

 

La ciudad parecía moverse en otro ritmo con estas canciones.

Con un matiz distinto,

de algún modo más benevolente.

 

Mario dió clases toda la tarde, entregó los trabajos calificados a los estudiantes y explicó el porqué de cada una de las notas.
De salida del liceo, sin apuros, decidió regresar a su apartamento caminando, escuchando música.

 

A pesar de lo inhóspita que era la ciudad de Caracas, Mario siempre había sido un asiduo caminante;

independientemente de la hora,

del estado mental,

o del estado etílico.

 

Y esa Caracas del atardecer, siempre había sido de sus preferidas, porque le daba la oportunidad de perderse entre desconocidos que salían de su trabajo cansados, apurados; desconfiando de todos, por las más diversas razones.

 

Esta vez en el playlist de Contreras sonaron “Tan cerca de ti” de Zapato 3, “The way you make me feel” de Michael Jackson, “Can’t get you out my mind” de Kyle Minogue, “Days go by” de Dirty Vegas y “Can’t help falling in love” de UB40.

 

 

Mario pensó que la visión del amor, de casi todas las canciones en el playlist de Contreras eran, a la par, demasiado ingenuas y obsesivas.

¿Se habría enamorado alguna vez?

Recordó que, entre sus conocidos, tenía a varias personas que nunca se habían enamorado.

 

De un momento a otro, en cuestión de segundos, las calles se llenaron de gente caminando en todas las direcciones y todos los autobuses comenzaron a pasar abarrotados.

 

El metro estaba presentando fallas.

El descontento de la gente se sentía en el ambiente.

 

En medio del caos,

caminando con un ritmo pausado, distinto al de todos a su alrededor,

Mario pensó que Caracas nunca le había parecido una ciudad para enamorarse.

 

Era una ciudad para amargarse, porque nada funcionaba como debería,

para trabajar, trabajar y trabajar y nunca prosperar económicamente,

para desarrollar una paciencia sobrehumana,

para marchar a favor y en contra de un gobierno mediocre e indolente,

para beber y evadirse semana tras semana, día tras día, hasta convertirse en un alcohólico,

para ser robado, secuestrado, asesinado…

Pero no para enamorarse;

nunca para enamorarse.

 

 

Irónicamente, y a pesar de todo eso, él ya había tenido dos grandes amores en su vida;

Marielis en su adolescencia, con quién perdió la virginidad

y Elimara la madre de su hija.

Ambas relaciones tenían en común finales amargos y heridas profundas que probablemente nunca sanarían.

 

El amor era demasiado complicado y bipolar para su gusto.

Días de infatuación y de placer, seguidos de noches de desengaño, frustración y sufrimiento.

 

 

La soledad era definitivamente más cómoda.

Más tranquila.

 

Y dejaba la cabeza despejada para dedicarse a cosas más importantes como estar con su hija,

dar clases,

leer,

estudiar.

 

Y esa dinámica sencilla, alejada de dramas,

que poco o nada aportaban a la vida de manera práctica,

estaba bien para él;

porque Mario, ya no se sentía nada joven.

 

 

De pronto irrumpió en sus oídosMe enamoro de ella” de Juan Luis Guerra y Mario soltó una carcajada sorprendido;

desde que era un adolescente, ese enamoramiento imposible, obsesivo, solitario; de clases antagónicas, le pareció la historia de un hombre perturbado.

Luego sonaron “En el amor todo es empezar” de Rafaella Carra y Quieres ser mi amante de Camilo Sesto.

 

Mario dio por sentado que Contreras estaba loco de atar.

 

Secándose el sudor de la frente se preguntó a sí mismo si de verdad iba a salir, con él este viernes;

 

¿En una cita?,

 

¿…A pesar de que era un hombre;

un ex policía; con al menos 10 años menos que él…?

 

 

Con paciencia, en un mar calmo de una playa de Juan Griego, en Isla Margarita,

Contreras pasó toda la mañana enseñando a flotar y a nadar a sus dos hijos Claudio (5) y Raúl (6).

Luego, a petición de los niños, almorzaron empanadas de cazón y de queso;

fueron al cine a ver una película de súper héroes que los niños escogieron y después, al salir, a comerse unos helados de chocolate en una heladería del mismo centro comercial.

 

Cómo Contreras no vivía con ellos siempre trataba de complacerlos en todo lo que podía.

De hacerlos reír, de enseñarle cosas útiles, de sacarlos fuera de Caracas.

Que tuviesen esa infancia llena de todo lo que él no tuvo.


Incluyendo un papá.

 

 

Esa noche los tres estaban felices, cansados;

cuando llegaron al hotel, los niños se quedaron dormidos apenas se quitaron el agua salada del cuerpo.

 

Mucho más tarde,

desvelado,

cansado de ver televisión,

Contreras salió al balcón y encendió un cigarrillo.

 

 

Disfrutando de la brisa y mirando el vaivén de las olas del mar margariteño,

Mario vino a su mente,

y pensó que desde que cruzó camino con el profesor se sentía diferente;

 

Pero no para bien,

definitivamente no para bien;

estaba más vulnerable;

lleno de un deseo sexual desaforado, que nunca había experimentado.

 

Aspiró el cigarro con todo lo que le daban los pulmones.

 

Pero ¿Qué pasaba si no lograba convencer a Mario de que le diera una oportunidad?

 

¡Una oportunidad gay!

 

Preocupado Contreras expiró el humo y, lleno de ansiedad, movió la baranda del balcón con fuerza.

 

¿Cómo coño se había metido en todo esto?

 

 

 

Al amanecer del día siguiente, Claudio y Raúl se despertaron llorando,

Ambos estaban rojos como langostas.

Completamente quemados por el sol.

 

Antes de desayunar,

en una tienda del hotel,

Contreras compró una crema hidratante y allí mismo los tres se quitaron las camisas y se la untaron los unos a los otros.

Pero a pesar de que estaban un poco más aliviados, los niños continuaron llorando.

 

 

Luego de desayunar,

para que dejaran de pensar en eso,

Contreras los llevó a una juguetería y les compró unos muñecos de acción de las películas de súper héroes que habían visto el día anterior.

Y finalmente,

como por arte de magia,

los niños dejaron de llorar y de quejarse.

 

 

Ese día completo lo pasaron en la piscina.

Pero esta vez, apenas los dos niños se quitaron la ropa, Contreras los untó con el bloqueador solar del número más alto que encontró en la tienda del hotel.

 

Claudio y Raúl quedaron completamente blancos.

Y así pasaron todo el día,

bañándose,

riendo,

nadando;

atiborrándose de toda la comida chatarra que había en el menú del hotel.

 

 

Esa tarde noche Yasmila (la madre de Claudio y Raúl) llegó al hotel.

Contreras trató de ser amigable, pero ella le saludó con displicencia y palabras cortantes;

con la misma tensa cordialidad con la que le trataba, desde que se separaron.

 

Contreras, que ya había empacado, le entregó las llaves de la habitación y una faja de dólares.

Luego se despidió de sus hijos, abrazando a cada uno con cariño.

Ninguno de los dos niños quería que se fuera.
Pero Contreras tomó su maleta, salió del hotel, devolvió el carro que había alquilado en el aeropuerto y se montó en un avión que, sin retrasos, en tan solo 45 minutos le llevó de regreso a Caracas.

 

Lo primero que hizo Contreras, al salir del avión y poner los pies en el aeropuerto, fue marcar el número de Mario e invitarlo a ver un juego del Caracas vs Magallanes en el VIP del Estadio Universitario.

 

Mario atendió la llamada a punto de bajarse de un autobús frente a su edificio,

escuchó la propuesta de Contreras y pensando que era un buen plan, aceptó ir con él.

 

 

Antes de llegar a buscar a Mario, Contreras decidió dejar de cuestionarse por desear al profesor; lo que sentía por él era tan raro y su necesidad de explorar aquella sensación, tan grande, que no podía seguir teniendo dudas de ningún tipo;

no si quería tener una oportunidad real de que sucediese algo entre los dos.

 

Mario, por su lado, se repitió varias veces, antes de salir de su apartamento,

que aquello, era solo una noche de béisbol y de birras,

un encuentro entre panas;

 

no una cita,

no algo sexual.

 

En su camioneta Contreras saludó al profesor con una sonrisa y una mirada franca.

Mario apretó la mano del ex policía, un poco nervioso;

Pero en cuestión de minutos,

sin poder evitarlo, ya estaba hablando acaloradamente de política.

 

Mientras se paraba en el estacionamiento del estadio Universitario,

escuchando a Mario con atención,

Contreras pensaba en lo diferente que era a cualquiera de sus conocidos de la BICRIN.

 

Él profesor era un hombre de argumentos sólidos;

estudiado, formado;

un ¡Opositor furibundo al gobierno!

 

Escucharlo era tan refrescante, como sumergirse en las aguas cristalinas del mar Margariteño.

 

 

 

Ya en el VIP, bebiendo su tercer trago de whisky, Mario que era Caraquista y Contreras que era Magallanero, celebraron las carreras de sus equipos bromeando y riendo con una rivalidad llena de simpatía.

 

Mario no sabía cómo reaccionar a las miradas directas de Contreras,

a la manera en que ocasionalmente le rozaba las rodillas, le agarraba el brazo,

o a las palmadas en la espalda, en la que dejaba su mano más del tiempo necesario.

 

A pesar de que Contreras no estaba dispuesto a ocultar su deseo,

esa noche decidió no actuar de manera impulsiva como en Puerto Cabello,

esta vez, para cualquier avance, necesitaría una señal, una luz verde de Mario.

 

Algo que esa noche no apareció.

 

Un poco frustrado, como a las dos de la mañana, Contreras se despidió del profesor con un apretón de manos amigable dentro de la camioneta.

 

 

Borracho,

ya en su apartamento,

Mario conectó el reproductor mp3 de Contreras a un boombox que tenía en su sala y sonaronI was made for lovin’ you” de Kiss, Dormir Contigo de Oscar de León y la Dimensión Latina y una canción que nunca había escuchado, pero con la que tuvo una inusual empatía instantánea “Bad decisión” de Chromeo.

 

Mirándose en un espejo de la sala, Mario se sintió atractivo, viril,

y dio unos pasos de baile celebrándolo.

 

Pero solo un momento después,

completamente bipolar,

se molestó consigo mismo,

y comenzó a ordenar todo el material de la clase del día siguiente;

preguntándose, ¿Qué carajos iba a hacer con Contreras?

 

Que era un hombre;

un ex policía;

con, al menos, 10 años menos que él…

 

 

A mediados de la semana siguiente Mario y Contreras se reunieron una vez más;

esta vez para jugar Call of Duty y beber vino tinto.

Mario tenía una botella y Contreras, que era un exagerado, trajo tres más.

Mario no era realmente un amante de los videojuegos, pero Call of Duty lo había jugado en alguna época, cuando era más joven, con un grupo de amigos de la Universidad.

 

Para variar,

esa noche de juego y de copas,

Caracas, con todos sus problemas tercermundistas,

con todas sus desigualdades y mezquindades cotidianas;

pareció desdibujarse y pasar a un segundo plano.

 

 

En el juego Contreras era rápido,

valiente,

tenía estrategia y buena puntería.

A Mario, en cambio, le tocaba esforzarse por seguir el trote en el juego,

 

A su lado en el sofá Contreras procuró estar lo más cerca posible de Mario;

de rozarle, de observarle con detalle.

 

Las arrugas que se le marcaban cerca de los ojos,

las canas que comenzaban a salirle en la cien

y esa sonrisa perfecta que nunca se hacía de rogar.

 

¡Que jodido todo!

Como le gustaba el profesor…

 

 

Ya entrada la madrugada,

fumando un cigarrillo en el balcón,

buscando conversación, Mario le preguntó a Contreras cómo había sido su infancia.

 

Y Contreras, en un arrebato de confianza, poco habitual en él, le contó de su pasado; de su madre soltera que trabajaba en un comedor público y que desde su casa vendía pastichos, hallacas, majaretes, tortas,

cualquier cosa que le encargaran para sobrevivir;

y que siempre, mientras cortaba, cocinaba, preparaba, estaba oyendo y canturreando música de todo tipo en la radio.


Mario entendió de dónde venía toda la música vieja.

 

También le contó de su hermano menor, al que mataron unos malandros en el barrio cuando apenas tenía 16 años;

un acontecimiento del que Contreras muy rara vez hablaba y que,

aún a 20 años de haber sucedido, le quebraba la voz y le llenaba los ojos de lágrimas.

 

Al notarlo, Mario se le acercó y le pasó una mano por la espalda tratando de consolarlo; pero ¿Qué podía decírsele a alguien que había perdido a un familiar de esa manera?

 

Contreras le confesó que esa era la razón por la que se había enlistado en la BICRIN.

Y Mario comenzó a entender al ex policía de una manera distinta.

 

 

Intentado cambiar el tono de la conversación, Mario sirvió en las copas lo poco que quedaba de la tercera botella de vino y le contó a Contreras de su infancia en los 80;

con dos padres profesores; que siempre le habían apoyado y brindado los medios necesarios para estudiar y formarse en todo lo que él había deseado;

 

en una Venezuela distinta,

más próspera,

un país que solo quedaba en el recuerdo.

 

Tratando de no molestarse y no comenzar a maldecir a los políticos nacionales, por haberlo destruido todo,

Mario se terminó su copa a fondo blanco,

caminó a la cocina y descorchó la última botella.

 

Contreras le siguió tambaleándose;

ya para ese momento estaba completamente desinhibido por el vino;

decidido a cruzar la línea.

 

Esa noche tenía que volver a besar a Mario,

quitarle la ropa, hacer el amor con él, en cualquier ecuación que surgiera del momento.

 

Entonces, le pidió el player del playlist y le dijo que quería cantarle una canción.

 

Preocupado, Mario le preguntó si estaba seguro de que eso era una buena idea.

Y Contreras insistió.

A regañadientes Mario conectó el mp3player en el boombox

y Contreras, luego de una rápida búsqueda, colocó, “Atrévete” de José Luis Rodríguez.

 

Al identificar la melodía,

Mario se rió a carcajadas y le preguntó a Contreras si sabía que esa era una canción de la etapa evangélica de José Luis Rodríguez.

 

Contreras, con seriedad, le pidió que dejara de usar el humor como una coraza.


Mario se sintió desnudo con aquel comentario,

Contreras había dado en el clavo,

toda su vida había usado al humor como un sistema de defensa.

Y permaneció en silencio, mientras se sentaba en el sofá.

 

Contreras puso la canción desde el inicio una vez más.

Y con emoción,

comenzó a cantar.

 

Mario le miraba sentado frente a él sin saber exactamente cómo reaccionar.

Ruborizado,

con una sonrisa nerviosa apretada entre los labios,

pensando que aquella escena era absurda,

casi surrealista.

 

Mientras que Contreras,

concentrado, comprometido con su interpretación,

cantaba dramáticamente con toda su garganta y corazón;

gestualizando,

subiendo los brazos,

cerrando los puños,

incluso haciendo algunos pasos de baile.

 

¡Parecía un bailarín de Sábado Sensacional de Venevisión!

 

Y la letra de aquella canción, no ayudaba al ex policía en lo más mínimo;

porque estaba armada con referencias bíblicas,

frases románticas de folletín

y clichés de poca monta.

 

¡No había palabras para describir aquel desparpajo!

 

 

Pero, a pesar de todo,

el mensaje de aquel borracho impulsivo, llegaba fuerte y claro.

 

Mario pensó que Contreras cantando allí en su sala,

entregado,

poniendo toda la carne en el asador,

era su vivo reflejo;

porque ambos compartían aquella persistencia ciega cuando enamoraban,

cuando querían hacer el amor.

 

 

Y de pronto,

por primera vez,

Mario pensó que, sí…

Que Contreras era un hombre atractivo;
y sin más, comenzó a tener una erección.

Molesto,

sorprendido,

incómodo con aquella reacción de su cuerpo.

Tomó un cojín y se lo puso sobre las piernas para que Contreras no lo notara.

 

Al terminar la canción,

híper activo,

lleno de deseo,

Contreras se sentó al lado de Mario y de manera impulsiva trató de darle un beso.

 

Pero Mario se levantó del sofá,

tomó la botella de la mesa de centro y comenzó a llenar su copa vacía;

 

MARIO: Estás demasiado borracho.

 

Contreras se quedó en silencio sentado en el sofá.

Contrariado.

Preguntándose a sí mismo si estaba haciendo el ridículo.

Y le preguntó a Mario si prefería que se fuera.

 

Mario se sintió en una encrucijada.

 

Sería fácil abrirle la puerta a Contreras y listo,

que saliera de su vida con todo su peo gay.

 

Pero él no quería eso.
Él disfrutaba de su compañía.

Y así se lo hizo saber.

 

Pero inconforme con su respuesta

Contreras se levantó del sofá y se le acercó tambaleante;

intenso,

tratando de precisarlo.

 

CONTRERAS: Si tú me dices en este momento que yo no te gusto,

yo te dejo tranquilo;

me voy, me olvido de ti y no me vuelves a ver más nunca.

 

Algo nervioso; Mario trató de explicarse,

incluso para él mismo, porque ya ni él mismo entendía claramente lo que sentía en ese momento.

Y habló a la defensiva.

 

MARIO: Contreras yo no soy de tú generación.

Yo no tengo Tinder, ni tengo Grndr.

Yo no soy un millenial.

Yo soy la generación que se conocía en un bar o en una fiesta.

De la vieja escuela.

Gente que hablaba y entonces descubrían si tenían chance de tener algo el uno con el otro.

 

CONTRERAS: Tú y yo ya nos conocemos bastante…

Lo suficiente…

¡Y no me jodas!,

¡Que la gente de la vieja escuela tiraba más que la de esta generación!

 

Mario lo interrumpió y trató de zanjar la conversación.

 

MARIO: Yo no sé ser gay Contreras. ¿Ok?

¡No sé ser gay!

 

Contreras se le acercó y le miró a la cara hablándole con el alma.

 

CONTRERAS: Algo cambió en Puerto Cabello Mario Carrer…

Yo no se como explicarlo;

 

Hace una pausa.

 

Y tú no me lo dices,

pero yo se que en el fondo de la cabeza lo sabes…

Que también lo sientes…

 

Hace una pausa.

 

¡Por eso no me has mandado para el coño de la madre!

Por eso aceptaste volver a salir conmigo…

Por eso estoy aquí esta noche…

 

 

Los dos permanecieron en silencio unos segundos.

Mirándose a los ojos, a las caras.

Hasta que Contreras espetó un urgente: ¡Voy al baño!

Y desapareció tambaleándose entre las sombras del pasillo.

 

Mario se quedó solo en la sala;

sintiéndose incómodo, por estar indeciso, ante algo, que en cualquier otro momento de su vida hubiese significado un no rotundo.

 

Como a la tercera canción, extrañado por la tardanza de Contreras, Mario caminó al baño y tocó la puerta varias veces.

Contreras no le respondió y preocupado, entró al lugar.

 

¡Qué desastre!

 

Pensó Mario al verlo.
Contreras estaba acostado al lado de la poceta.

Vomitado.

Lleno de paciencia Mario se le acercó, levantó su torso y lo recostó contra una pared,

humedeció una toalla en el lavamanos,

le limpió el rostro, le quitó la camisa y le limpió el pecho.

 

Perdido en la borrachera, Contreras ya no podía, ni articular palabra.

 

Haciendo un esfuerzo Mario lo levantó del suelo del baño, lo llevó como pudo al cuarto de visitas, le acostó a dormir en una cama y le quitó los zapatos.

 

Solo unas horas después,

justo antes del amanecer,

Mario se despertó con un dolor de cabeza fulminante,

se tomó un par de pastillas,

se dio una ducha rápida en un agua de color marrón claro que salía del chorro,

se tomó tres tazas de café negro y antes de irse a dar clases escribió una nota para contreras en la que le explicaba cómo salir del departamento.

 

Ese día Mario estuvo aturdido, debilitado;

y los estudiantes, como tiburones que huelen la sangre, usaron eso para portarse más desordenados y escandalosos que de costumbre.

 

Al medio día pensó en enviarle un mensaje a Contreras para preguntarle como estaba, pero finalmente no lo hizo.

 

Ya al final de su jornada de trabajo en el segundo liceo,

cansado,

todavía con cierto dolor de cabeza;

Mario se montó en un autobús y se quedó atascado en una cola de este a oeste.

 

En un autobús que sintonizaba una estación de radio en la que solo sonaban canciones de reguetón.

Un género con el que Mario no empatizaba;

irritado pensó que estaba a punto de convertirse en el viejo cascarrabias que mandaba al chofer a bajar el volumen de la música del autobús,

 

tratando de evadirse, sacó el reproductor mp3 de Contreras de su bolso y se calzó los audífonos en los oídos.

 

Lo primero que sonó fueBad Romance” de Lady Gaga, luego “True” de Ryan Cabrera y despuésYou are so beautifull” de Joe Cocker.

 

Irritado, adelantando las canciones, Mario pensó que Contreras era imposiblemente cursi.

Se puso los lentes y buscó “Atrévete” de José Luis Rodríguez en el playlist.

Y comenzó a escucharla obsesivamente,

una y otra vez,

una y otra vez.

 

¡Atrévete era una gran canción!

Buena melodía, gran interpretación y una letra insólita.

 

 

Esa tarde Mario estaba ansioso,

y no era por el calor húmedo que le pegaba la ropa a la piel,

ni por la cola insoportable que apenas se movía,

o por el reguetón monótono y procaz que aún se filtraba a través de los audífonos.

Tampoco por la resaca de vino que todavía le aturdía el pensamiento.

 

Era otra cosa lo que le mortificaba.

 

Algo que hacía a ese momento diferente a todo lo que había vivido hasta entonces y que seguramente iba a causarle muchos dolores de cabeza en el futuro próximo.

 

Contreras había comenzado a gustarle.

 

 

Cuando entró a su apartamento encendió las luces y caminó directo al cuarto de visitas.

Contreras aún estaba allí acostado.

Al verlo Mario sintió que el corazón le daba golpes fuertes en el pecho.

Se le acercó preocupado y le puso la mano derecha con delicadeza sobre la frente.

Contreras estaba bien.

Aún durmiendo el vino.

 

Mario se fue a la cocina y abrió las alacenas, tratando de entender que podría cocinar con lo poco que tenía.

Y se decidió por una tortilla de papas.

 

Contreras se despertó al escuchar a Mario haciendo algún ruido en la cocina.

Y se paró de la cama con lentitud,

sorprendido al ver la noche a través de la ventana.

¿Cuántas horas había dormido?

 

Cubriéndose el rostro,

encandilado por la luz de la cocina,

Contreras aclaró su garganta y le preguntó a Mario la hora y si podía ducharse antes de irse.

 

Mario dejó lo que estaba haciendo, caminó al baño, preparó agua para que se bañara y le dio una toalla.

 

Luego de bañarse, sin camisa y descalzo; Contreras le pidió a Mario algo para ponerse.

Mario buscó en su closet una franela gris, impresa con un Ying Yang en el frente,

y se la prestó.

Complacido al ver como le quedaba, Contreras, le dijo bromeando, que estaba expropiada.

Y Mario estuvo de acuerdo.

La verdad era que se le veía mucho mejor que a él.

 

Un poco más lúcido, Contreras le preguntó a Mario si no quería ir a comer algo en la calle.
Y este le dijo que él acababa de preparar una tortilla para los dos.

Pero Contreras insistió.

 

 

En una pollera de Plaza Venezuela Mario pidió una cerveza y Contreras, que no tenía ganas de beber, un jugo natural.

Apenas se retiró el mesero Contreras le pidió perdón a Mario por todo lo sucedido la noche anterior.

 

Mitad bromeando,

mitad en serio,

Mario le dijo que era un borracho impresentable.

 

Contreras se sintió profundamente avergonzado.

Y allí mismo, le juró por un puñado de cruces, que no volvería a beber vino por el resto de su vida.

 

Un momento después, mordiendo un muslo de pollo y atiborrándose de papas fritas, Contreras le agradeció a Mario por no haberlo dejado tirado en el suelo del baño.

 

A Mario le sorprendió que recordara algo de eso.

 

Ambos se miraron el uno al otro como si se hubiese fortalecido algún tipo de conexión invisible entre los dos.

 

 

En la camioneta de Contreras, ya frente al apartamento de Mario,

justo antes de despedirse,

el ex policía se quedó en silencio por unos segundos;

y mirando a Mario,

lleno de dudas,

se le acercó tratando de darle un beso.  

 

 

Dejándose llevar por esa extraña, nueva corriente de deseo que había comenzado a sentir, Mario también se acercó a los labios de Contreras.

 

Ese segundo beso entre los dos fue pausado,

acompasado,

profundo;

 

contundente.

 

 

Al separarse de los labios de Mario,

agitado,

temblando de emoción,

como si fuese la segunda vez que daba un beso,

Contreras le dijo casi en un susurro.

 

Contreras: Me gustas mucho Mario Carrer.

No me reconozco…

 

 

Mario le miró sin decir una palabra.

Sorprendido por sentir en sus labios aquella sensación singular de cosquilleo y ardor que sólo dejan tras de sí los buenos besos,

los besos entre las bocas compatibles;

 

Mario abrió la puerta de la camioneta; pero no se bajó.

Con el corazón latiendo con fuerza en el pecho, decidió romper con todas las reglas que le habían inculcado a lo largo de su existencia,

y preguntó;

 

Mario: ¿Quieres quedarte aquí esta noche?

 

Sorprendido.

Nervioso.

Contreras bromeó.

 

Contreras: ¿Netflix and chill?

 

Mario: No tengo Netflix.

 

Contreras: ¿Queee? ¿Chill directo?

 

Contreras se rió de su propio chiste.

Pero a Mario no le hizo ninguna gracia, incluso le moslestó y le habló cortante;  

 

Mario: ¿Ayer no eras tú quién decía que no usara el humor como una coraza?

¿O me lo inventé con la borrachera?

 

Contreras resopló, sin recordarlo.

 

Contreras: ¿Yo?

 

Mario: Creo que mejor yo me voy...

Mañana tengo que dar clases y...

 

Mario empujó la puerta de la camioneta una vez más y comenzó a bajar,

pero Contreras lo agarró del brazo y cambió su actitud por una más seria.

 

Contreras: No, no, Mario…

Perdón. ¿Ok? Perdón. 

No más bromas.

 

Mario se volteó a mirarlo.

 

Contreras: ¿Estás hablando en serio?

 

Mario hizo una pausa, sopesando una vez más su decisión;

y mirándole a los ojos asintió.

 

Contreras sintió como el corazón se le aceleraba dentro del pecho.

 

Contreras: Claro que quiero

¡Por supuesto que quiero!

Déjame estacionar.

 

Mario volvió al asiento y cerró la puerta.

Contreras, acomodó la camioneta en la acera desierta y la apagó.

 

Los dos estaban nerviosos,

expectantes.

 

Bajaron del carro, Contreras activó la alarma con el control remoto

y los dos subieron al apartamento del profesor una vez más.

 

 

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