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sábado, 4 de mayo de 2024

SOLO UN MOMENTO. PARTE V. Sobrevivir, si acaso.

Por Sergio Marcano.

Al ritmo de un reguetón,

sobre un colchón firme,

en las penumbras de un elegante cuarto de hotel;

Contreras penetró mecánicamente a una prostituta delgada, blanca y de cabellos negros.

 

En una cama paralela,

justo después de tener un orgasmo,

Camacho se separó de una joven prostituta morena,

Tomó una bolsa de perico en una mesa de noche, le metió una llave, se la llevó a la nariz e inhaló con fuerza.

Desnudo, semi-erecto, aún goteando semen,

se acercó a Contreras y le ofreció un pase a él.

 

Por tercera vez,

acorralado,

Contreras, que hasta esa noche, siempre había procurado mantenerse alejado de las drogas,

inhaló con fuerza.

 

La cocaína volvió a quemarle las fosas nasales;

y una vez más le sorprendió su efecto inmediato, disipando la borrachera y convirtiendo aquel momento,

absurdo,

inconsecuente,

mentiroso; 

en algo más tangible,

más real, de alguna manera.

 

De un momento a otro su orgasmo llegó con fuerza y Contreras no escatimó al proferir un sonoro gemido de placer. 

 

Se levantó de la cama,

se quitó el condón y lo arrojó a una papelera.

Tomó una botella de whisky y caminando a una ventana la empinó sobre sus labios.

 

Las dos mujeres se arremolinaron sobre los pases que tenía Camacho.

 

Contreras encendió un cigarrillo y mirando por la ventana, vio una Caracas de árboles amarillos y naranja,

sin tráfico,

sin gente,

 

completamente desolada.

 

Dando otra calada al cigarrillo pensó en Mario y se tomó un nuevo trago de whisky, deseando desaparecer,

 

no estar allí.

 

 

Sin ánimos, de quedarse dando vueltas en su frustración, en su molestia, por lo sucedido;

Mario se sentó en su escritorio y, con lucidez fría, comenzó a redactar el marco teórico de lo que sería su tesis de grado para la maestría.

 

De sus desamores y desencuentros a lo largo de los años,

había aprendido que la única jugada posible contra la tristeza y la frustración, era ocupar su mente y sus manos, en algo productivo.

 

Esa noche el profesor estaba un poco paranoico pensando que en cualquier momento podría quedarse sin electricidad;

pero no fue así.

Por primera vez en una semana, la luz eléctrica se mantuvo estable.

 

Cuando el reloj marcó las tres de la mañana,

agotado física y mentalmente, Mario decidió irse a la cama.


Pero no hubo manera de que pudiese dormirse,

acostado en su cama,

agazapado en las tinieblas de la madrugada,

le alcanzó, una vez más la humillación y la rabia de todo lo que había sucedido.

 

Pensó que el deseo sexual,

la infatuación,

el placer;

eran una triangulación despiadada.

Una trampa feroz de la naturaleza, capaz de coger con el mismo lazo al cuerpo, a la mente y al espíritu.

Un entramado de emociones y matices psicológicos tan intenso, tan tóxico, que habría que tener una medicación psiquiátrica para poder tratar a cualquiera que la padeciera.

 

Buscando el desencanto,

Pensó en todos los encuentros desagradables que tuvo con policías a lo largo de su vida.

Y a medida que recordaba malos tratos, abuso y extorsión.

 

¿De todos los hombres en el mundo, te tenias que meter a gay con un policía?

 

Se puso tan molesto consigo mismo que prefirió levantarse de la cama una vez más.

Preparo café, encendió un cigarrillo, la computadora,

y regresó a trabajar en su tesis de grado.

 

Pensó que el día siguiente iba a ser un día largo.

 

 

Borracho, a toda velocidad, en la carretera;

hediondo a sexo,

Contreras se terminó una botella de whisky y la lanzó con fuerza contra el asfalto.

La botella estalló en mil fragmentos brillantes que de manera inmediata se quedaron atrás en la carretera.

Sin bajar la velocidad,

con la cola del cigarrillo encendió otro.

En su carro sonaba “Y te vas” de José Luis Perales.

 

De un momento a otro llegó a la misma playa, en la que solo horas antes, había estado con Mario.

Se quitó los zapatos y salió de la camioneta;

estaba entumecido por la frustración y por la cocaína.

Abrió una botella de whisky y lo tragó como si fuera agua.

 

El corazón le latía de manera arrítmica.

En su cabeza se sucedía un duro juicio en su contra;

un coro de voces recriminadoras que se solapaban, una sobre las otras, señalando sus culpas y sus errores:

 

Qué era un cobarde;

siempre del lado de la mentira,

del disimulo,

de la gente equivocada,

de lo que no era.

 

Contreras miraba las olas del mar y bebía whisky sabiendo que todo lo que escuchaba era cierto.

 

Su vida era una sumatoria de errores.

Una fachada.

 


 

Temprano en la mañana, antes de salir al liceo, el teléfono de Mario comenzó a repicar.

 

Era Contreras.

 

Mario prefirió no contestar.

Le quitó el sonido al aparato.

 

A pesar de que conscientemente no tenía ninguna disposición de caer en un cuadro de depresivo;

esa mañana,

el profesor sentía un desencanto insoportable hacia la raza humana,

una sensación que le recordó a los años 90, cuando era un adolescente “grunge” y apenas entreveía la verdadera cara del mundo que le rodeaba.

 

Sentado en su laptop, borró el playlist de Contreras del reproductor mp3 y llenó la memoria del aparato con música de Nirvana.

 

Salió a las calles y en un intento por exorcizar aquella sensación de molestia y de humillación que sentía, colocó en repetición “Rape me” y poco a poco, la ira de Kurt Cobain, comenzó a despejar su desánimo.

 

En el liceo los alumnos estaban intranquilos,

felices por volver a verse luego de la semana de apagón.

Y lo mismo en los salones de clases del liceo de la tarde.

Fue un día agotador.

 

Justo lo que Mario necesitaba.

 

En su teléfono seguían acumulándose las llamadas de Contreras.

Sus mensajes.

Pero el profesor estaba firme;

decidido a no contestarle.

 

Esa tarde prefirió caminar a su casa, ver gente, respirar un poco de aire fresco;

no encerrarse tan pronto en la soledad de su departamento.

 

En el reproductor de mp3 sonaron “Lounge act”, “Negative creep”, “Frances farmer” “Heart-shaped box”.

Un verdadero bálsamo para su alma.

 


 

Al quedarse sin cocaína, Contreras comenzó a sentir, que el peso de lo que había hecho, era insoportable.

Nunca antes en su vida había experimentado un sentimiento de culpa parecido,

ni tampoco una ansiedad tan punzante como la que le atormentaba en ese momento.

 

De regreso a Caracas,

sin paz mental, agitado,

Contreras cambiaba las canciones en el reproductor de su carro, como si de esa manera, también pudiese cambiar de pensamiento.

 

Si Mario le respondiera el teléfono todo sería diferente;

podría decirle algo,

tratar de explicarle lo sucedido,

disculparse,

decirle cualquier cosa para tratar de que lo perdonase.
pero no,

el profesor no lo quería ni oír…

 

En su departamento se bañó con agua de un tanque personal.

Y sin ánimos de estar solo,

se vistió,

tomó las llaves y salió una vez más.

Se montó en el carro, se recostó contra el volante y pensó: ¿A dónde vas a ir?

 

Marcó el número de Camacho en su teléfono celular y le preguntó dónde podía conseguir más cocaína.

 

Unos 20 minutos después,

más calmado,

con un pase, en cada lado de la nariz;

Contreras manejó por la ciudad buscando un bar discreto en donde guarecerse.

 

En el Paraíso, encontró el lugar perfecto;

un lugar lleno de espejos y manteles descoloridos, en donde solo había ancianos solitarios, escuchando boleros.

 

Al undécimo pase, Contreras tuvo la sensación clara de que la cocaína le hacía sentir mejor,

que le ayudaba a centrarse, limitándole el pensamiento a solo lo que tenía en frente;

a la luz amarilla que bañaba al bar,

a su reflejo distorsionado detrás de las botellas,  

al vaso con whisky y con hielo.

 

La culpa y la tristeza parecían quedarse rezagadas;

disminuidas en alguna parte detrás de su cabeza.

 

Contreras se bebió dos botellas de whisky malo sentado en la barra de lugar.

Prestando atención a las agudas frases de desconsuelo y desamor que cantaban cada uno de los boleros;

como si aquella música tuviese un diálogo directo con lo que vivía,

con el dolor que trataba de evadir.

 

Tarde en la madrugada, cuando cerraron el bar,

Contreras de nuevo deambuló con el carro por Caracas,

la Avenida Baralt estaba muerta,

llena de indigentes y piedreros caminando como zombies,

lo mismo La Candelaria,

en la Calle de los Hoteles una puta y un travesti se arrancaban violentamente los zarcillos y las extensiones del cabello en medio de la calle,

Contreras siguió de largo;

en la avenida Casanova encontró un burdel de mala muerte,

aparentemente tranquilo;

y ahí se estacionó.

 

Sin mediar palabras, en el baño del sitio, vomitó todo el whisky que tenía en el estómago.

En medio de las arcadas,

con el sabor agrio de la bilis en su boca,

inclinado sobre la poceta de ese baño sucio y decadente;

Contreras pensó que su vida no tenía ningún sentido.

 

 

A media mañana del día sábado Mario se encontró con su hija y la abrazó con fuerza;

alegre de verla;

La niña quería que hicieran un quesillo de parchita y juntos se fueron de compras a un mercado cercano.

Por suerte no les fue difícil encontrar los huevos, ni la leche condensada.

 

Mario se sintió bendecido por tener a la niña a su lado.

Por su ingenuidad,

por su curiosidad,

por su inteligencia.

 

Ese día Mario estaba ansioso y tuvo que esforzarse por no fumar al lado de la niña.

 

Comiendo quesillo, miraron por enésima vez “Frozen”, la película favorita de su hija.

 

Pero a diferencia de otras ocasiones, Mario entrevió en la trama, un subtexto homosexual que nunca había notado.

Y por primera vez prestó atención a aquella película infantil.

Pensó que probablemente Contreras, toda su vida, había sido una víctima de su entorno y de sí mismo.

Bipolar,

solo unos segundos después de haber llegado a esa conclusión;

se molestó consigo mismo por estar buscando excusas para justificar el comportamiento errático del ex policía;

 

¡Que vaya a un psiquiatra nojoda!

¡Y a joder al coño de su madre!

 

 

Esa tarde noche,

vestido de traje,

sin poder detener su cerebro,

 

borracho,

drogado.

 

Cansado como nunca antes había estado cansado en toda su vida;

Contreras se presentó en una de sus guardias;

 

Ocultando sus ojos detrás de lentes oscuros,

masticando chicle de menta y diciendo pocas palabras.

Aparentó, sin problemas, que todo estaba normal delante de sus compañeros de trabajo y de su jefe.

 

Pero la realidad era que el ex policía estaba inmerso en una crisis nerviosa,

fijado en la repetición sistemática del día en la playa,

 

de como le gritó maricón a Mario,

de cómo lo empujó contra el suelo,

de sus palabras de amenaza,

de su amago de golpe.

 

Maldiciendo su doble moral, su hipocresía, de manera irracional;

una y otra vez,

una y otra vez,

una y otra vez.

 

En el balcón del piso 15 encendió un cigarrillo y lo aspiró tratando de calmar su ansiedad,

se apretó la cabeza con todas sus fuerzas;

intentando recuperar un poco de su centro,

de su cordura.

 

Mirando el vacío frente a él,

enajenado,

Pensó en el consuelo que podía brindarle el silencio al final de la caída.

Dio una nueva calada a su cigarrillo.

 

Estaba tan cansado de esta vida que siempre elegía por sobre cualquier otra.

 

 

Temprano en la mañana, luego de dejar a su hija en la escuela, Mario caminó a una protesta en el centro de la ciudad.

Allí ya estaban los profesores del Gremio Nacional de Educadores congregados.

Esa mañana eran un grupo numeroso.

Mario saludó a todos con una sonrisa solidaria y se acercó a los compañeros y colegas para estar juntos a ellos en la cabeza de la marcha.

 

Ese día Mario estaba particularmente eufórico, gritando consignas;

 

¡¿Cuál revolución!?

¡¡¡Aquí solo hay hambre, miseria y corrupción!!!

 

En algún punto de la mañana, la marcha se encontró con un grupo de choque de los colectivos.

 

Replicando su misma actitud violenta;

canalizando consciente e inconscientemente toda la molestia que tenía instalada en el pecho y en la mente;

Mario empujó sus motos, al grito de:

 

¡Somos docentes, no somos delincuentes!

 

Al verlo Yamison (43), un hombre moreno, de contextura gruesa y pelo corto, comenzó a grabarlo con su teléfono,

tratando de intimidarlo con la cámara,

Pero Mario no se inmutó.

 

¡Somos docentes, no somos delincuentes!

 

Un grupo de profesoras se unió a Mario y entre todos empujaron las motos de los colectivos hacia los lados y la marcha completa se abrió paso por allí.

 

Esa misma tarde,

solo unos minutos después de haber vuelto a su departamento,

tocaron el timbre de su puerta.

 

Extrañado,

esperando que no fuera Contreras,

Mario se acercó a ver quién era.

En el pasillo se encontró a un grupo de ocho efectivos de la BICRIN armados hasta los dientes;

con un papel sellado y firmado entre sus manos:

una orden para allanar su departamento.

 

A pesar de su negativa,

Mario no pudo evitar que entraran a su vivienda;

que revisaran su teléfono,

sus cuartos,

sus closets,

sus gavetas,

como si estuviese ocultando algo,

como si fuese un criminal.

 

Mario estaba lleno de rabia y frustración,

pero trató de entender aquel momento con el raciocinio frío;

sin ninguna disposición a buscarse más complicaciones de las que necesitaba;

entendiendo claramente que tenía todas las de perder si se enfrentaba contra ellos;

 

después de todo, eran la autoridad,

uno de los brazos armados del gobierno.

 

Antes de irse,

sin escuchar las razones, ni los argumentos de Mario;

Los BICRINes le decomisaron su computadora y el teléfono celular al profesor.

 

A él no se lo llevaron preso porque no encontraron nada sospechoso,

ni en el teléfono, ni en el departamento.

 

Pero, con tono amenazador, le dijeron que lo estarían monitoreando.

 

Luego de que se fueron,

reordenando lo desordenado,

Mario sintiéndose completamente frustrado,

con la desoladora sensación de que ya no estaba seguro, ni en su propio departamento.

 

 

Algunas horas más tarde, esa misma noche,

muy cerca de la casa de Mario,

bajo un poste de luz titilante,

sentado en el interior de su camioneta,

 

intranquilo,

nervioso,

 

Contreras se metió un pase con una llave,

se miró en el espejo retrovisor y se limpió la nariz.

Se tomó un trago de la botella de whisky.

 

Esa noche tenía la sensación de que el tiempo estaba desconfigurado de alguna manera;

de que los minutos pasaban más lentos;

de que las horas podían ser eternas.

 

Estaba tan cansado, física y mentalmente, que no dudaba que hubiese comenzando a volverse loco.

¿Cuántos días llevaba sin dormir?

¿5, 6?

 

De repente, Mario se asomó a fumar en el balcón.

A Contreras se le aceleró el corazón y se escondió detrás del volante, como si el profesor pudiera verlo.

Tomó su teléfono y comenzó a marcar el número de Mario;

pero la llamada se fue directo a la contestadora.

Lo marcó una vez más y sucedió lo mismo.

 

Pensó que el profesor debió haberlo bloqueado.

¿Y cómo iba a culparlo, después de haberle hecho, lo que le había hecho?

Contreras se quedó en silencio,

hundido allí en el asiento, mirando al profesor hasta que terminó de fumar y regresó al interior de su departamento

 

Esa noche, no había luna y no se veían las estrellas,

el cielo estaba completamente negro.

 

Torturado,

execrado,

sin saber qué hacer;

solo,

solo como nunca antes se sintió en toda su vida,

Contreras se quedó allí,

a mitad de calle,

iluminado de manera intermitente,

escuchando boleros de Orlando Vallejo, Rolando La Serie, Felipe Pirela, Los Panchos, Lucho Gatica,

metiéndose pases,

fumando y bebiendo, hasta la llegada del amanecer.

 

 

Sentado en el autobús que lo conducía al liceo, habiendo dormido no más de cuatro horas en toda la noche, Mario tuvo la sensación de que no estaba bien.

Estos días habían sido difíciles, por todo lo sucedido con el ex policía,

pero luego del allanamiento se sentía vulnerable, nervioso, irascible.

Pensó que si no se calmaba iba a terminar con ataque cardíaco o con un ACV.

 

Esa mañana,

de mal humor, 

fuera de sí,

le gritó por primera vez en su vida a uno de los alumnos.

Tanto él como los estudiantes se sorprendieron de aquello.

Y por un momento hubo un silencio incómodo en el salón.

 

En una reunión del gremio de profesores,

Mario se enteró de que también habían allanado la casa de varios de sus compañeros y que habían metido presos a los profesores Raúl Alvarado y Julio Castro, dos de los miembros principales del Gremio Nacional de Educadores.

 

La indignación y la molestia de todos se sentía en el ambiente.

De manera unánime, decidieron convocar otra marcha en la capital, pero esta vez con todos los agremiados a nivel nacional.

Todos y cada uno de los presidentes de los gremios regionales fueron informados en ese mismo momento por vía telefónica.

Si todo salía como estaba planteado, esta sería una marcha sin precedentes para el sector educativo.

 

 

 

A eso de las nueve de la noche,

a la salida de las clases de la Maestría,

Mario y Ligia acordaron irse a beber y a bailar,

 

Como a la tercera cerveza,

bailando salsa eróticamente, en una pista llena de luces rojas, naranjas y amarillas titilantes;

disfrutando del roce de sus cuerpos; Mario besó a Ligia, lleno de deseo,

con ganas de quitarle la ropa,

de hacerle el amor,

de reencontrarse una vez más con el cuerpo femenino.

 

 

Un poco antes de la media noche,

 

Alterado,

desencajado de la realidad,

Contreras entró en un bar y caminó a la mesa en donde estaba sentada Mirna esperándole.

 

Nadie de la BICRIN sabía que Contreras era gay, pero esa noche, Contreras decidió contárselo todo a Mirna.

Y ella, no lo juzgó para mal, porque su hermana era lesbiana.

 

En ese pequeño remanso de honestidad,

Contreras decidió darse un respiro.

Fingir demencia.

Pretender que estaba alegre,

que todo estaba bien. 

 

Y habló con Mirna de cosas banales y de cosas profundas.

Desdoblado de su dolor;

como si fuese otra persona.

Alejado de la tristeza y la depresión que le oprimía la mente y el espíritu.

 

Pero cuando subió al karaoke,

quizás traicionado por el subconsciente,

escogió “La Copa Rota” de José Feliciano.

Y allí sobre ese pequeño escenario volcó todo su dolor en una interpretación dramática y llena de sentimiento, que incluso sacó aplausos de algunos de los presentes en el bar.

 

Cuando Volvió a la mesa Mirna,

que intuía que algo raro estaba pasando,

le preguntó si estaba bien.

Contreras, evasivo, le dijo que sí, con una sonrisa irracional en los labios y le propuso que fueran a bailar a Sabana Grande.

 

Entrando en el bar de salsa, lo primero que vio Contreras, en medio de la pista,

fue a Mario besándose con Ligia.

 

Su cuerpo entero se descompuso;

sintió un dolor fuerte en el pecho,

 

Mirna se acercó a la pista y los saludó con efusividad.

Contreras se acercó a ellos con pasos cortos y los pies pesados.

 

Mario se sorprendió al ver allí a Contreras y mientras las dos mujeres se abrazaban,

se le acercó molesto y le dijo al oído.

 

Mario: Si no te vas tú de aquí, me voy yo.

 

Contreras: ¿Por qué más bien no escuchas lo que tengo que decirte?

 

Mario lo miró fríamente;

molesto,

con una dura expresión de convicción en el rostro.

 

Mario: ¿Qué es lo que me quieres decir?

¿Qué no querías hacer lo que hiciste?

¿Qué lo lamentas?

¿Es eso?

 

Contreras lo miro en silencio.

 

Mario: Esas palabras no van a cambiar nada de lo que pasó.

 

Aunque podría haberle dicho mil cosas, Contreras no atinó a decir ninguna;

solo asintió, tratando de mantener la entereza.

Se apartó de su lado con la seguridad de que esa era la última vez que él y Mario cruzarían palabra alguna,

la última vez que se verían.

 

Saludó a Ligia y le dijo a Mirna que había recibido una llamada y tenía que volver a la guardia en su trabajo.

Se despidió de todos y salió del bar.

 

En la calle,

caminando a su camioneta,

se sintió débil,

enfermo;

pensó que había pasado toda su vida enfrentando a los malandros más peligrosos del país y lo hería de muerte un profesor de secundaria.

 

 

Solo en su departamento,

descamisado, descalzo,

fumando un cigarrillo tras otro,

por primera vez en todo este proceso de duelo;

Contreras notó que no podía llorar.

Caminó a un baño a mirarse en el espejo;

como si de su imagen pudiese sacar alguna respuesta.

 

Y frente al espejo pensó que lo que sentía, no solo era tristeza, era una mezcla de frustración, de condena, de rabia y de desprecio por lo que había hecho.

 

Porque había destruido la única cosa buena que le había pasado en toda su vida.

 

Molesto consigo mismo, con cada mano, se dio unos fuertes puñetazos en el rostro.

Un hilo de sangre descendió desde su ceja, 

 

Mario miró su reflejo por unos segundos.

 

Anhelando parar todo aquel tormento que le quemaba las entrañas,

deseando dejar de pensar,

desesperado por poder descansar;

Contreras caminó a la cocina, abrió una de las alacenas y torpemente sacó cajas y cajas de pastillas, hasta encontrar las que buscaba: pastillas para dormir.

De un blíster sacó 2, 4, 6, 8 pastillas,

se las puso en la boca y las bajó con whisky directo de la botella.

 

Tambaleándose, caminó a su habitación y se echó sobre la cama,

pensando que era una rata de alcantarilla,

la mierda más putrefacta jamás cagada sobre la faz de la Tierra,

un lisiado emocional.

 

Mirando al techo girar sobre su cabeza poco a poco perdió el sentido.

 

 

Mario y Ligia retomaron la relación de amigos con derecho, que habían tenido hacia tan solo unas semanas.

Y el profesor se adaptó rápidamente a esta nueva dinámica;

a hacerle el amor, a besarla, a amanecer con ella una noche más que otra en su departamento,

sin ansiedades,

sin ataduras,

sin dramas.

 

A acompañarse mutuamente cuando alguno de los dos quisiera, o pudiera.

 

Con frialdad matemática, clasificó lo que había vivido con el ex policía, como un desliz sin importancia;

una exploración estéril que no había arrojado ningún resultado positivo;

solo molestias, frustración y tristeza.

Y él no necesita más de eso en su vida.

 

Hizo el trato consigo mismo de solo pensar en el presente de ahora en adelante;
en su hija,

en la tesis,

en Ligia.

 

Cuando Sabrina y Luis Daniel lo llamaron para ir a pintar la casa margariteña del jefe de Conteras,

Mario prefirió mantenerse al margen y no participar;

no porque no necesitara los dólares, si no, porque no quería volver a ver, ni estar cerca, del ex policía.

 


 

Al cuarto día en Isla Margarita,

Contreras seguía de duelo;

fumando y bebiendo como si no hubiese mañana;

completamente obsesionado con el disco “Kid A” de Radiohead.

 

Una madrugada calurosa,

incapaz de conciliar el sueño;

Contreras decidió irse a un bar gay.

 

Salió de la casa en Playa El Agua,

se montó en su camioneta y manejó a un local en Pampatar,

a penas entró se levantó a un moreno, delgado, atractivo, que venía de Puerto La Cruz.

 

Luego de tomarse unos tragos con él, estuvo claro que no tenían demasiado en común.

Él (22), era un estudiante de ingeniería, deportista y entusiasta del reguetón.

Un libro abierto.

Poco interesante;

aburrido.

 

Aún así, entre las sombras de un baño hediondo y mal iluminado, Contreras se aventuró a darle un beso;

pero, aunque se esforzó por encontrar algún tipo de ritmo, o de sentido, en aquellos labios ansiosos, llenos de deseo;

no encontró ninguno de los dos.

 

Con la certeza de que no podría estar con él, aunque quisiera;

Contreras salió del baño y se fue del bar sin dar explicaciones.

 

En su camioneta se metió dos pases y fijó en su reproductor en “How to Disappear Completely”.

Abrió una botella, se tomó un trago y recorrió a toda velocidad, una larga avenida desierta;

disfrutando del aire, caliente y seco, golpeándole el rostro.

 

En Macanao,

una de las costas más apartadas de Isla Margarita;

en una playa, a penas iluminada, por la tenue luz de una luna menguante;

como si fuera una epifanía;

Contreras entendió que ni con todo el alcohol, ni todos los pases del mundo podría extirpar a Mario de su mente.

 

Completamente derrotado por el desamor;

caminó a la orilla del mar, quitándose la ropa y se lanzó desnudo a las aguas negras, agitadas, oceánicas.

 

Y allí,

bajo el oscuro manto de la noche;

nadando hacia ninguna parte,

 

Contreras lloró amargamente todo lo sucedido.

 

...

 

En ese mismo momento,

Mario se levantó incómodo de la cama;

con una sensación de vacío y soledad quemándole las entrañas.

El ex policía vino a su mente.

 

Ligia estaba dormida a su lado.

 

Tratando de no pensar en Contreras,

tomó sus lentes y el libro “100 años de soledad” de su mesa de noche;

se hizo un café en la cocina,

lo sirvió en una taza y caminó al balcón lentamente.

 

Encendió una luz, se sentó en una silla, abrió el libro y se quedó allí,

sorbiendo café de su taza y disfrutando del buen clima.

Haciendo un esfuerzo consiente en buscar paz y relajación en cada bocanada de su cigarrillo;

en cada página que lo adentraba en Macondo y lo alejaba de la realidad decadente y pragmática de la vida revolucionaria nacional.

 

 

De regreso a Caracas,

tratando de sosegar sus emociones;

decidido a reinventarse,

a pasar la página;

Contreras aceptó todos los turnos de trabajo que pudo.
De día, de noche; dentro o fuera de Caracas.

Cualquier cosa que lo mantuviera ocupado, estaba bien.

 

También decidió dejar de beber y de meterse cocaína.

 

Retomó todos sus entrenamientos físicos y se esforzó por hacer el doble del esfuerzo habitual.

 

Una noche, en la casa de su jefe, en Puerto Cabello,

el lugar en donde conoció a Mario,

insomne, esperando la mañana, en una cama solitaria,

Contreras encontró, en su teléfono, la carpeta de fotos con todas las imágenes que había tomado de Mario y de él.

 

Los dos se veían tan felices,

tan alegres de estar juntos,

tan a gusto el uno al lado del otro.

 

Luego encontró el video del día de pesca.

Sus ojos se le llenaron de lágrimas mientras veía a Mario hablándole a la cámara.

 

Tomó la caja de cigarrillos y encendió uno de ellos.

Se levantó de la cama y se estrujó los ojos pensando en lo complicado que era convivir con esa sensación de melancolía que había dejado el profesor tras de sí;

con todos sus anhelos y deseos frustrados;

con el vacío que ahora le signaba los pasos, independientemente de lo que hiciera; 

 

Mario sería muy difícil de olvidar.

 

Entonces borró, una a una, todas las fotos y los videos del profesor que tenía en su teléfono.

 

 

El primer fin de semana que estuvo libre decidió irse a Sorte;

y con el brujo de su jefe, se hizo una limpia y un trabajo especial para que se le abrieran nuevos caminos.

Contreras le pidió al hombre, alguna pócima o bebedizo, para el desamor,

para dejar de pensar.

 

El brujo, un hombre llano,

lo miró con cierta sorpresa.

Incrédulo de que aún hoy en día, una persona de la edad del ex policía, pudiese enamorarse de esa manera.

 

Lleno de empatía,

con mucha sabiduría del mundo natural,

el hombre fue enfático al decirle a Contreras que lo único que curaba el desamor era el tiempo,

y que la única forma de dejar de pensar era muriendo.

 

Contreras se sintió decepcionado con ambas respuestas; pero las caviló detenidamente en su regreso a Caracas,

tratando de encontrar alguna forma de paz en aquellas palabras.

 

Esa tarde,

como había acordado,

buscó a sus hijos y los llevó a comer helados y a ver la nueva película de Star Wars en el cine de un centro comercial;

los dos niños estaban emocionados,

 

Por primera vez en semanas, Contreras se reconcilió con la vida,

sintiendose feliz de tener a sus hijos a su lado;

no había nada más especial que escuchar sus cuentos, sus historias, sus risas enérgicas y llenas de inocencia.

 

 

En el hall del cine, Mario y su hija, esperaban en una cola para entrar a ver la misma película.

La niña fue la primera en ver a Contreras; e impulsiva, corrió hasta su lado, para saludarlo.

 

A Contreras le sorprendió ver a la niña y también la saludó con cariño.

Buscó a Mario con la mirada y lo vio entre la gente, como a tres metros de donde él se encontraba.

Contreras le presentó sus dos hijos a la niña.

Emocionados, conversando acerca de sus personajes favoritos de la película, los tres niños se hicieron amigos de manera instantánea.

 

Sin más remedio, disgustado, Mario se acercó a ellos.

Contreras, le esbozó una sonrisa y trató de ser amigable.

Le presentó a sus dos hijos.

 

Mario le estrechó la mano a los dos niños, como si fueran adultos;

pensando que le molestaba ver a Contreras,

oírlo,

que fácilmente podría darle un golpe en medio de la cara,

o un rodillazo en los testículos.

Sorprendido de ese sentimiento irracional de ira,

Mario prefirió marcar distancia,

apartarse de él y entrar a la sala.

 

Agarró la mano de su hija y la alejó de los hijos del ex policía;

la niña se despidió de Contreras y de los niños con la palma de la mano.

Todos le devolvieron el saludo del mismo modo.

 

 

Contreras no pudo concentrarse en toda la película.

Este episodio de Star Wars se le antojó necio, aburrido e interminable.

 

Pensó que justo cuando comenzaba a dejar de pensar en el profesor,

se lo encontraba…

 

¡Toda esta situación entre ellos dos era tan absurda!

Si tan solo hubiesen podido hablar una vez.

 

Al comenzar a correr los créditos finales de la película,

antes de que se encendieran las luces,

Mario y su hija fueron de los primeros en salir de la sala.

Desde su butaca Contreras los miró irse lleno de frustración y de tristeza.

 

 

Esa madrugada, Mario permanecía acostado en su cama sin poder dormir; 

molesto, porque el decomiso de su computadora, lo había dejado a la intemperie.

Pensó que Caracas no era tan pequeña hacia tan solo unas semanas.

En cambio, ahora se encontraba al ex policía en todas partes.

 

Se levantó de la cama, esa noche vacía;

caminó a la cocina,

sirvió unos hielos en un vaso y un chorro generoso de aguardiente de cocuy.

Encendió un cigarro.

 

Pensó que en Venezuela nadie tenía verdaderamente estado de derecho; que todos los venezolanos estaban desprotegidos de alguna u otra manera.

También que quizás debería ir a un psiquiatra para que le recetaran algún ansiolítico o un antidepresivo; o ambos.

Estaba demasiado viejo para estar ansioso y deprimido por una relación absolutamente disfuncional.

 

Eran exactamente las 3.16 de la madrugada.

De mal humor, tomó el libro de “100 años de soledad” de la mesa, se puso sus lentes y continuó leyéndolo en el sofá.

 

 

Como a las 6 de la mañana,

una llamada despertó a Contreras.

Era la secretaria de su jefe, citándolo para una reunión en la oficina de Las Mercedes.

Allí el empresario les explicó a todos los ex BICRINes que fueron convocados, que se les necesitaba para vigilar el orden en una marcha a favor y en contra del sector educativo nacional;

una marcha de la que se esperaba conflicto.

 

Contreras se preocupó al oír aquello.

 

Sentado en su camioneta,

pensó en escribirle un mensaje a Mario, para decirle que tuviera cuidado,

que los ánimos estaban caldeados, incluso antes de que comenzara la marcha,

pero al escribir unas palabras en el teléfono, tuvo la certeza de que Mario no lo leería.

 

Borrando letra tras letra decidió que el día de la Marcha buscaría al profesor y le cuidaría la espalda, personalmente;

como un último gesto de despedida.

 

Después de esto, 

se juró a sí mismo, 

se desentendería para siempre del profesor.

 

 

Una semana después,

temprano en la mañana,

el día de la marcha,

 

Contreras manejó por la ciudad para ver y entender mejor el panorama.

 

Había autobuses con gente traída del interior por todas las calles,

La convocatoria de ambos bandos a las marchas estaba bastante nutrida.

 

Manejó de nuevo al este y se estacionó en Plaza Venezuela.

Por radio escuchó una alerta de que los colectivos estaban activos, esperando a la marcha, en el centro de la ciudad.

 

Cuando los profesores pasaron por Plaza Venezuela,

Contreras comenzó a caminar junto a ellos.

Había mujeres y hombres de todas las edades,

de todos los estratos sociales.

Cuadra tras cuadra, escuchando sus consignas, el ex policía comenzó a sentir una empatía genuina por su lucha;

no solo por haber conocido a Mario,

sino porque era fácil entender, que los profesores estaban en la calle clamando por condiciones laborales más justas.

 

 

A Contreras no le fue difícil ubicar a Mario,

que siempre marchó en la cabeza de la protesta,

pero se mantuvo a una distancia prudencial del profesor,

fuera de su campo de vista.

 

Esforzándose por hacer las paces con el hecho de que ya nunca más volverían a estar en buenos términos.

 

Esa mañana Mario estaba decididamente enfurecido;

convencido de que era responsable de la defensa de los derechos de los alumnos y del profesorado en general.

 

¡Ministra escucha, queremos tu renuncia!

 

Contreras pensó que Mario era un hombre arriesgado, 

valiente.

Una posición complicada, ante un gobierno al que no le gusta tener adversarios.

 

 

A media mañana,

ya en el centro de la ciudad,

la marcha se encontró con los colectivos.

 

A Contreras se le encendieron todas las alarmas.

 

Los ánimos de unos y otros se caldearon rápidamente,

insultos fueron y vinieron;

hasta que Yamison,

impulsivo y violento, como lo fue toda su vida, 

empujó a Mario con fuerza.

 

Mario que no estaba para juegos, le empujó de vuelta;

y de pronto él y otros dos profesores asistentes a la marcha, estaban cayéndose a golpes con la mitad de los hombres de los colectivos.

 

Yamison,

que no jugaba limpio,

le dio una patada en el pie a Mario y el profesor cayó al suelo,

entonces, el y otros dos hombres de los colectivos aprovecharon para caerlo a patadas.

En solo segundos, le rompieron 3 costillas.

 

Contreras corrió al lado de Mario para ayudarle,

y golpeó a dos de los hombres.

Mario se sorprendió al verlo en el lugar,

lleno de adrenalina, se levantó del suelo con rapidez,

y le lanzó un golpe a Yamison en la cara que le dio directo en el pómulo.

 

Fuera de sí, Yamison desenfundó el arma que portaba en su cinto.

 

Contreras al ver lo que sucedía empujó a Mario con su cuerpo,

en el mismo momento en el que Yamison accionaba dos veces el gatillo,

Contreras recibió los dos tiros al lado del estómago, uno muy cerca del otro, en el costado izquierdo de su torso.

Al escuchar las detonaciones, la gente comenzó a correr asustada en todas las direcciones.

Contreras cayó al suelo.  

 

Mario trastabilló, pero no se cayó,

Yamison le disparó a Mario una vez más,

pero en cambio, le dio en el pecho, al profesor Logombardi,

un hombre delgado de 62 años que corría asustado frente a Mario.

El hombre cayó al asfalto pesadamente.

 

Camacho y otro de los ex BICRINes infiltrados tumbaron a Yamison en el suelo.

 

Mario se acercó a Contreras y se arrodilló a su lado preocupado,

 

MARIO: ¿¡Qué coño haces tú aquí!?

 

Aunque Contreras se tapaba las heridas con ambas manos, la sangre brotaba a borbotones,

Contreras se sentó en el suelo y le sonrió como si nada sucediera.

 

CONTRERAS: ¿Estás bien?

 

Mario asintió.

Contreras también.

 

CONTRERAS: Vine a ayudarte por si esto se salía de control…

 

MARIO: ¿Sabías que esto iba a pasar?

 

Contreras negó con la cabeza.

 

MARIO: ¿Dónde está tu camioneta?

 

CONTRERAS: Lejos.

 

 

Con Yamison esposado y en manos de efectivos de la Policía Nacional,

Camacho miró a su alrededor, 

la magnitud de lo sucedido.

 

Se acercó al profesor tirado en medio de la calle, le tocó el cuello.

El hombre estaba muerto.

Unos metros más allá descubrió a Contreras en el suelo.

 

Al acercársele reconoció a Mario enseguida;

y confirmó lo que había sospechado,

Contreras, uno de los hombres más valientes que había conocido en la BICRIN,

era homosexual.

 

No dijo nada al respecto.

 

Le pidió al profesor que lo ayudara a levantar a Contreras.

El ex policía sintió un dolor punzante al levantarse del suelo.

Entre los dos lo llevaron a la camioneta de Camacho que estaba en una calle paralela.

 

A medida que caminaban Mario miraba preocupado como la mancha de sangre se expandía en la camisa y el pantalón del ex policía.

 

Procesando en su mente que esos tiros habían sido para él;

que el ex policía los había recibido por él.

 

Contreras estaba lívido.

 

Nervioso Mario enumeró las clínicas y los hospitales que estaban por la zona.

Y acordaron ir a una de ellas.

 

Al lado de la camioneta Camacho soltó a Contreras y abrió las puertas del vehículo.

El ex policía perdió un poco el equilibrio y Mario lo sostuvo con su cuerpo.

Le ayudo a sentarse en la parte de atrás del vehículo.

Dando la vuelta por la parte de atrás de la camioneta, Mario concientizó el dolor agudo que sentía en sus costillas.

Palpándose el pecho, sintió las fracturas.

Abrió la otra puerta y se sentó al lado de Contreras.

 

Camacho encendió la camioneta y comenzó a sonar un reguetón a todo volumen.

 

Contreras se molestó.

 

CONTRERAS: No, no, no Camacho apágame esa vaina,

¡Si me voy a morir en tú carro, que no sea oyendo reguetón!

 

Contreras apagó la radio.

 

CAMACHO: Tú no te puedes a morir en este carro.  

¿Quién coño me paga la tapicería nueva si tú te mueres?

 

Contreras se río adolorido.

 

La calle estaba trancada, pero Camacho se montó en una acera y tocando corneta y apartando a la gente; logró avanzar y salir de ella.

Las sacudidas del carro, hacían que Contreras se retorciera de dolor.

 

Sintiéndose débil,

Contreras miró a Mario, a su lado, con cara de preocupación y pensó en que, si se moría, al menos había sido para salvar la vida al profesor.

 

Mario no sabía como reaccionar a todo aquello.

No quería hablar de más, ni tampoco tocarlo,

pensando que cualquier cosa que hiciera o dijera le pondría en evidencia que era homosexual, delante del otro ex policía.

 

Contreras pensó que debía aprovechar aquella rara oportunidad que le brindaba el destino para aclarar las cosas;

se acomodó en el asiento, aclaró su garganta y se esforzó por hablar con Mario;

sin importarle que Camacho le escuchara.

CONTRERAS: Qué bueno, finalmente poder hablar contigo…
Quería decirte que…

 

Hizo una pausa.

 

CONTRERAS: Que soy un cobarde. Que lo que pasó no me lo voy a perdonar nunca…

Que no estaba listo…

 

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

 

CONTRERAS: Pero conocerte en Puerto Cabello...

 

Mientras hablaba Contreras, perdía fuerzas, se hundía en el asiento.

 

CONTRERAS: Besarte…

Hacer el amor contigo…

Mario…

 

Camacho lo miró cabecear por el espejo retrovisor.

Contreras cerró los ojos y se quedó en silencio.


CAMACHO: No dejes que se duerma.

 

Mario lo golpeó en el rostro con la palma de la mano.

 

MARIO: Contreras no te duermas por favor.

Contreras abrió los ojos una vez más.

 

CONTRERAS: Lo cambiaste todo Mario Carrer…

Ojalá, algún día, puedas perdonarme…

 

Y de pronto su cuerpo se derrumbó, 

perdió el sentido,

Mario se asustó, pensando que el ex policía se había muerto;

 

MARIO: Contreras; ¡Contreras!

 

Preocupado, tomó su mano y le sintió el pulso en la muñeca.

Aún estaba vivo.

 

En ese preciso momento llegaron a la clínica tocando corneta.

Camacho se bajó del carro con rapidez y se fue a buscar a un camillero.

 

Entre los tres subieron a Contreras a la camilla y lo ingresaron por emergencia.

Sin decirse una palabra, Camacho y Mario se miraron preocupados.

 

Solo unos minutos después, uno de los enfermeros les solicitó que donaran sangre O positiva.

 

Mientras Camacho se encargaba del papeleo de la clínica.

Mario donó sangre y se atendió la fractura de las costillas.  

Una enfermera le dio unos calmantes para el dolor.

 

Muchos compañeros de Contreras, policías y ex policías, llegaron a donar sangre a la clínica durante toda esa tarde.

Al parecer, los BICRINes, eran un gremio comprometido los unos con los otros.

 

Fumando un cigarrillo a la salida de la clínica,

Mario notó que tenía sangre de Contreras en sus manos y en sus brazos.

Eso le hizo temblar de miedo.

 

Le hizo pensar en el verdadero peso de su ideología,

en el peligro que representaba la lucha social por una vida más justa en Venezuela.

 

También pensó que el deseo, el amor,

todo ese entramado físico, mental, emocional, espiritual,

era parte de algo mucho más complejo,

algo que iba más allá del mero acto reproductivo,

algo que él, definitivamente, no llegaba a comprender en su totalidad.

 

Si Contreras no lo hubiese empujado,

al que estuviesen extirpándole unas balas en el quirófano sería él.

O quizás, estaría muerto en una morgue,

como muerto estaba ahora el profesor Logombardi, solo por pedir un sueldo más justo.

 

Nervioso, alterado.
Dio el último jalón al cigarrillo y apagó la colilla contra el suelo.

 

Contreras le había salvado la vida.

Y recibir unas balas por otra persona no era un acto cotidiano;

era un acto de heroísmo y desprendimiento;

algo que no haría cualquier persona.

 

 

El ex policía estuvo en el quirófano por más de cuatro horas.

 

Aunque no era creyente,

Mario le pidió a la divinidad que le echase una mano con Contreras;

que lo salvase.

 

 

Al terminar, la operación, el cirujano de turno el Dr. Elías Martínez, se les acercó a Mario y Camacho para informarles que la operación había sido delicada, pero exitosa y que ahora todo residía en la voluntad y las ganas de vivir del paciente.

 

Una enfermera llegó al lado del Dr. Martínez y se lo llevó a atender otra emergencia.

El hombre se despidió de ellos con amabilidad.

 

A pesar de que en todo ese tiempo de espera, a penas y habían cruzado un par de palabras; Camacho y Mario se estrecharon las manos; cuando el ex policía le dijo que se iba de la clínica.

 

Mario, en cambio, decidió quedarse allí toda esa noche;

en el cuarto frío e impersonal que le dieron a Contreras para que se recuperara;

sentado en una silla incomoda al lado de la cama del ex policía;

adolorido por las patadas en el torso,

insomne,

 

sintiendo un agradecimiento que iba más allá de las palabras,  

un agradecimiento emocional.

 

 

Como a las tres de la mañana el ex policía volvió en sí y pidió un poco de agua.

 

Mario se alegró al escucharlo.

Sonrió.

¡Contreras estaba bien!

Iba a estar bien.

 

Le sirvió un poco de agua en un vaso plástico y se lo dio en la boca.

Inmediatamente después de beber Contreras volvió a quedarse dormido.

 

Un poco más tranquilo,

Mario se sentó de nuevo en la silla al lado de la cama y se quedó pensativo.

 

¿Iba a perdonar al ex policía?

¿Asumir de nuevo una relación afectiva con él?

¿Contarle a su hija y a todos en su familia que había decidido tener una relación homosexual?

 

Mario miró a Contreras dormido,

pálido,

con una gran gasa cubriéndole buena parte del torso,

conectado al catéter del suero,

indefenso;

y sintió una profunda conmiseración.

 

Esa madrugada no tenía cabeza para ver tan allá,

solo quería que Contreras se recuperase,

 

tomó la mano del ex policía y la sostuvo con suavidad entre las suyas.

 

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